Estampa del actor y su caída
A solas en su camerino, el actor afamado se prepara para salir a escena. Lo ha hecho cada día desde hace muchos años, y sabe de memoria cada paso en su ritual que, sin embargo, es siempre un recomienzo. Conoce hasta el mínimo detalle los trucos de su oficio y prefiere maquillarse sin ayuda.
Sabe la cantidad exacta de las sombras que sus ojos necesitan para acentuar los rasgos de cada personaje: los secretos de sus dudas y certezas no le son desconocidos, y sus pasiones le son tan familiares que no le cuesta nada reproducirlas en su rostro.
Sabe también que el director respetará la versión de la obra que él mismo ha fabricado: ninguna interpretación ajena podrá ya serle impuesta. Ha sido Hamlet, Edipo y hasta Garcin de un modo casi natural, y no le son extraños los repliegues del alma del rey Macbeth, de Otelo o Julio César. Gracias a él viven aún en la conciencia colectiva los Sófocles, los Sartre, los Anouil algunas veces, pero ante todo Shakespeare, el excelso, el absolutamente inalcanzable. Concluida su minuciosa operación cotidiana, se mira en el espejo: hoy es Macbeth otra vez, y sabe que la sangre correrá en el escenario para aplacar las ansias de poder de su insaciable cómplice y compañera de ambiciones. Se mira largamente y se siente satisfecho: nadie podrá discutir su grandeza y hasta la noche temblará con su presencia.
Inopinadamente, sin embargo, un fugaz destello en su mirada le ha turbado. Se mira nuevamente, buscando algún descuido que la costumbre dejó pasar para poner su huella imperceptible en su figura: no lo encuentra. Él es Macbeth, no cabe duda, pero…
¿Qué extraña fisura descubre en el espejo, qué sombra sobre él, ya no en su rostro, qué miedo está invadiendo su alma vanidosa? ¿Es Macbeth de verdad? ¿No es solo un sueño? Vagamente resuenan en su oído las palabras de un poeta cuyo nombre ya se ha borrado en su memoria: “Yo, que he sido tantos… Pero ¿quién soy al fin, sin maquillaje ni vestuario, sin escena, sin el aplauso que me ha dado la gloria…?
Se quiebra. Un punzante dolor le recuerda que también él tiene corazón. Un corazón que solo vive de verdad sobre la escena, en medio de las luces, bajo ropajes que le son siempre ajenos aunque los cree propios. Un corazón que, sin embargo, no es solo la ficción que ha hecho de sí mismo. Tiembla. Duda. ¿Podrá tener ahora el mismo aplomo que le ayudó a conquistar aquel aplauso atronador que le ha hecho olvidar su oscuro origen y su triste destino? Es Macbeth, es Lear, es Coriolano… ¿pero quién es al fin, después de que el público se ha ido?
El afamado actor siente entonces que le atraviesa el frío de la duda. Entre su propia identidad que ha sepultado y la que representa cada noche se abre el abismo que ha rellenado con aplausos y euforias. Ya no es Macbeth, no es Lear; es solamente un artista atribulado.
Fernando Tinajero
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