Es triste decirlo, pero es verdad: ir viviendo es ir acumulando despedidas, olvidos y nostalgias. Cuando somos jóvenes no queremos admitirlo e imaginamos el futuro como un camino que se extiende en ascenso continuo que parecería no acabar. En un abrir y cerrar de ojos, sin embargo, aquel bello optimismo que nos lleva a ser audaces empieza a desinflarse, y un buen día nos despertamos con la evidencia pesarosa: personas queridas que resolvieron tomar la delantera en ese rumbo que es también el nuestro, lugares que amamos y momentos en que creímos ser felices.
Ahora, como si no hubiera estado ya completa la fugacidad inevitable, también parecería que se nos va imponiendo la necesidad de decir adiós a las ideas, a aquellos duros referentes que nos sirvieron durante mucho tiempo para orientar la vida. Zygmunt Baumann hablaba de un “tiempo líquido” para describir la forma que ha adoptado esa modernidad que habíamos creído siempre estable, sólida, inconmovible. La metáfora nos lleva a pensar en un tiempo maleable y sometido a adoptar la forma que las circunstancias le imponen siempre de un modo pasajero. Ya se trate de costumbres o de estructuras sociales, de valores o de metas, de la política o la cultura pero también de las creencias religiosas: todo ha entrado en ese río que fluye caudaloso, donde todo es pasar, cambiar, contradecirse.
Las viejas humanidades, aquellas en cuyo espíritu fuimos educados, aquella que empezaba en el conocimiento y respeto de los clásicos y proseguía en el aprendizaje de las verdades adquiridas por la ciencia moderna: todo ha perdido solidez. Marx lo anunció cuando escribió su insuperable descripción del espíritu moderno, en el que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. Soberbia, la modernidad occidental no quiso darle crédito y se imaginó a sí misma como una «adquisición para siempre», tal como en otros tiempos dijo Tucídides del conocimiento de la historia. Pero ahora, sin que nos hayamos dado cuenta de su aproximación peligrosa, ese carácter deleznable que ha adquirido el tiempo nos ha tomado por sorpresa, y nos obliga a descubrirnos completamente desarmados. Las viejas y amadas humanidades ya se han evaporado; los institutos de enseñanza han decidido desterrarlas y en su lugar han puesto un régimen que parece haber sido calcado del vuelo de un travieso colibrí que va picando las flores sin detenerse en ninguna.
¿Para qué, entonces, ese arduo saber adquirido a lo largo de los años, si hemos decidido cambiar la Enciclopedia por las informaciones en pastilla que nos ofrece en abundancia un computador bien manejado? ¿Para qué el razonamiento ajustado a una lógica varias veces centenaria, si en su lugar prevalecen las encuestas? ¿Para qué las ideas si los slogans bastan para satisfacernos? Solo encuentro una respuesta a estas preguntas: Para rebelarnos. La única rebelión que hoy se justifica es, precisamente, aquella que sale a defender “el mundo de la vida”. Ese mundo que el mercado, la propaganda y el estado parecerían empeñarse en destruir.