Mucho se habla actualmente acerca de los valores, pero no siempre podemos saber con claridad qué se quiere decir cuando se usa esta palabra. Su polisemia es tan amplia que parecería describir un arco desde la economía hasta la moral, pasando por la estética, la psicología y, por supuesto, la ética. Del uso depende, entonces, que la palabra aluda a algo que está dotado de una existencia real y objetiva (como las propiedades alimenticias de una manzana, por ejemplo), o que se refiera a las cualidades que creemos asignar (¿reconocer?) a las acciones y las cosas (como cuando consideramos la belleza de una obra de arte o la bondad de un acto). Así, muchas veces vacilamos sin saber si algo es deseable porque es valioso, o si se hace valioso porque lo deseamos.
Aunque es más prudente dejar a los filósofos la discusión sobre estas y otras sutiles diferencias, no podemos prescindir de una mínima reflexión sobre los valores, porque en ello va la calidad de nuestra vida.
Intuitivamente sabemos que cuando hablamos de actos o conductas, hay un trasfondo moral en el sentido de la palabra valor; un sentido que la vincula con las nociones de bien y de mal, de lo permitido y lo prohibido, de lo justo y lo injusto, de la norma y su violación. Intuimos también que cada valor (solidaridad, por ejemplo) se enfrenta a un contravalor (en este caso, indolencia) en una estructura binaria cuyos elementos son contradictorios y se rechazan mutuamente, planteándonos la necesidad de elegir entre ellos.
No tiene sentido, por lo tanto (o lo tiene muy pequeño), decir, como se dice a menudo, que “se han perdido los valores”: lo que tiene sentido es reconocer que en nuestro tiempo se ha hecho cada vez más frecuente la inclinación al elemento negativo de la estructura binaria presentada a nuestra elección. Esto significa que los trastornos de la historia reciente han producido una inversión de los valores, porque parecería prevalecer una especie de fascinación por el mal, por lo prohibido, por lo injusto, por la violación de las normas.
No se trata, por supuesto, de la inversión de los valores que proponía Nietzsche hace poco más de un siglo, sino de una inversión dislocada en la que lo que era bueno se ha convertido en una ridiculez y lo que era malo se ha transformado en digno de admiración.
A tiempos como el nuestro se los llama tiempos de crisis: tiempos en que se ponen en juego la vida y la muerte, pero no solo en la dimensión individual (en la que siempre están en juego), sino en sentido social y planetario. ¿Existen valores intemporales, y por lo mismo, permanentes? ¿Es verdaderamente necesario restablecer los valores que nos inculcaron nuestros padres, o es imperioso abandonarlos para crear nuevos valores? ¿Somos nosotros, los humanos, quienes debemos hacerlo, o podemos dejar esa tarea a la nueva y abrumadora tecnología del 5G? Responder a estas preguntas es la gran tarea del presente.