En su más reciente artículo (EL COMERCIO, 13 de mayo), el doctor Farith Simon ha estampado una verdad que no debemos olvidar: “Si queremos tener algún futuro como país, además de una reforma política e institucional de gran alcance, debemos empeñarnos en una reforma de costumbres y prácticas porque la acción política de estos años ha enviado mensajes distorsionados para la vida social, convirtiendo lo inaceptable en un estándar de actuación de muchas personas.”
Si no entiendo mal, esto significa que no bastan los esfuerzos por lograr la reconstrucción y reforma de la institucionalidad jurídica y política del Estado (tal como los ha desarrollado, por ejemplo, el Cpccs transitorio a lo largo de todo su loable trabajo), porque el mal que nos aqueja se ha extendido hasta las costumbres que se han impuesto entre nosotros, las cuales son completamente inaceptables. ¿Por qué? Porque la conducta de los seres humanos solo se hace aceptable por su conformidad con una norma que se encuentra por encima del Estado, y esa norma es la ética, hoy completamente maltratada entre nosotros.
No podemos olvidar, por supuesto, que la ética es una construcción de la cultura. Por eso resulta incomprensible que el Presidente no haya incluido el tema cultural entre los que han sido sometidos a debate para alcanzar un gran acuerdo nacional. Quizá ese olvido se deba a que también el Presidente y sus asesores se han dejado arrastrar por la tendencia, evidentemente errónea, que reduce la cultura a las artes y las letras, o (peor aún) la confunde con el espectáculo, razón por la cual ni siquiera pensaron en ella al diseñar su proyecto para el debate nacional. Pero no: la cultura es mucho más que todas las artes y hay espectáculos que son su negación; para decirlo simplemente, la cultura es el conjunto de prácticas sociales que, por una parte, expresan las creencias, los valores y las aspiraciones de una sociedad, pero por otra, engendran las normas y dan forma a las costumbres por las cuales puede haber respeto entre los seres humanos, protección para los más débiles, ayuda mutua y, ‘last but not least’, producción de bienes para el mejoramiento de la vida colectiva y no para el enriquecimiento ilimitado de pocos a costa del sufrimiento de la mayoría.
Este es, precisamente, el ámbito en el que necesitamos producir una reforma radical. Tenemos que preguntarnos nuevamente cuáles son las finalidades que persigue o debe perseguir nuestra sociedad. Los economistas nos hablan constantemente del crecimiento, que es un incremento en la producción de bienes y, por lo mismo, incremento del consumo. Lo que no nos dicen los economistas (ni es esa su tarea) es que el crecimiento mismo no es el fin que debemos perseguir, porque el fin último es la mayor felicidad posible en medio del ambiente de la mayor seguridad, tanto social como ecológica. Olvidarlo es privarnos a nosotros mismos de una razón para permanecer sobre la Tierra.