Hoy celebramos la Pascua de Resurrección del Señor Jesús, un día clave para los cristianos y para todos aquellos que transitan por este mundo buscando sentido y respuestas que casi nadie osa aclarar. Filósofos, poetas y ensayistas se han refugiado en la experiencia de la búsqueda o en la mitificación de la nada. Aceptar que todo termina bajo tierra o en un horno crematorio no es tan sencillo. El ansia de vida busca la plenitud: ¿Será posible que tanto amor, entrega, creatividad y sacrificio se apaguen para siempre? ¿Será aceptable que eso me pase a mí y, sobre todo, a las personas amadas? Son interrogantes muy razonables, antiguos y sensibles.
Tengo un buen amigo, hambriento de vida, inconforme con su propia vejez y con la progresiva desaparición de sus amigos del alma que suele gritar a los cuatro vientos: “Quiero vivir, vivir, vivir”. Entiendo que no se trata sólo de permanecer en el tiempo como un meteorito colgado de la nada. Es un hombre sensible, capaz de gozar contemplando la naturaleza, el rostro de sus nietos o El Beso de Gustav Klimt. Y, además, siendo inteligente, sabe que tiene fecha de caducidad, que el tiempo se acaba y que no sólo se mueren los demás.
La última vez que hablamos de estas cosas echamos un buen pulso y yo, que quiero que viva para siempre, le hablé de la Pascua, de la resurrección y de la vida. Quizá sólo se puedan aclarar los sentimientos profundos que, al tiempo que nos humanizan, nos trascienden. Delante del cuerpo inerte de tu hijo o de tu marido, queridas Consuelo y Fina, solo queda el silencio, la fe y la certeza, destilada en vuestro corazón de madre y de esposa, de estar en las manos de Alguien capaz de dar sentido a la vida, a la presencia y a la ausencia.
Hoy los cristianos celebramos esta íntima experiencia de sabernos salvados y sostenidos por un Amor Mayor. Los amores pequeños y cotidianos se nos escapan de las manos. Queda confiar, como cuando nos enamoramos. Feliz Pascua.