Con cierres de campaña, bailes, caravanas, banderas, cantantes para la ocasión -desde Fausto Miño o Delfín, hasta el fin- entrega de títulos de tierras en lo que fue una invasión, obras y promesas de otras tantas relacionadas con el neoprogresismo actual, se ha celebrado en Orellana, el día de la Amazonía.
La Amazonía, esa mitad del país hasta hace poco olvidada, que ahora sirve para la retórica sin fin, ha celebrado su fiesta en medio de las contiendas electorales, de la puja en el baratillo de las ofertas y del quien da más, de los resultados de la consulta previa para explotar el Yasuní, que, como parece evidente, ha sido favorable a los intereses petroleros del país. Se ha celebrado también con marchas pluriculturales y reuniones de autoridades con dirigentes indígenas en todos sus rincones. Pero además de la fiesta política ha sido escenario de otra fiesta, más discreta, que tiene que ver con su pasado: una nueva exposición arqueológica que muestra el esplendor y caída del imperio que dominaba, en tiempos de Orellana, la ribera del Napo. Guerreros y piratas Omaguas han dejado como legado, sus tumbas, como única evidencia de su pasado glorioso, acabado por las pestes que traía el hombre blanco.
Urnas funerarias, guerreros, chamanes, piezas zoomorfas, vajillas discretas para tomar el yagué y tener las visiones del mundo, rostros pintados con la cara de la luna, hacen parte de una de las exposición singular y que será, tarde o temprano, parte del museo amazónico más importante de la región. Tal vez lo poco que quede del paraíso esté guardado en ese gran contenedor.
La celebración incluye una serie de mapas que muestran casa y despensa de culturas antiguas y diversas, convertida en una isla rodeada de petróleo.
Veremos esa selva que ha cambiado. Ha cambiado el uso del suelo. Ha cambiado el territorio. Nos dará tristeza comprobar cómo nos hemos metido en la selva imponiendo a patadas nuestra cultura occidental, pisoteando la historia local, borrando con nuestras casas de cemento, carreteras, tala ilegal de madera, pozos y campos petroleros, lo poco que queda de ese paraíso que parece se nos ha perdido ya con tanto pueblo desaparecido por guerras intestinas y enfermedades.
Hacer conciencia de la riqueza de la selva, de la belleza y del esplendor de sus culturas antiguas, hará que todavía podamos defender en algo la riqueza que aún conserva intacta la tierra y que nos muestra, de vez en cuando, el impresionante pasado de la selva. 500, 600 años nos separan de los últimos piratas. 60 años nos separan de esa selva que se ha ido invadiendo sin orden alguno, desde que brotó el oro negro. En los últimos 10 años ha avanzado la frontera agrícola devorándolo todo. Pasarán caminos, edificios, carreteras, progreso. Pero la cultura amazónica se resiste a morir. Todavía podemos deleitarnos con los objetos culturales que la tierra aún conserva y que nos enseña el esplendor de los pueblos amazónicos. Feliz día, Amazonía