El proceso más importante para tomar cuentas al estado del sistema democrático en Estados Unidos acaba de terminar. El comisionado especial Robert Mueller entregó su informe hace exactamente dos semanas, siguiendo al milímetro la letra de la ley y sin pompa ni circunstancia. A todas luces, pretendió dar una lección a la política del espectáculo que impera ahora no sólo en Estados Unidos, sino también en nuestras latitudes. No dio una sola entrevista a los medios y todo lo que se sabe de él están en sus escritos judiciales y los documentos con los que sindicó a 36 personajes allegados a la campaña presidencial de Donald Trump, en algunos casos por mentir bajo juramento, en otros por esconder testimonio relevante, pero en los más importantes casos –como el de Paul Manafort, Michael Flynn y Konstantin Kilimnik – por activamente colaborar con una potencia enemiga para subvertir el proceso electoral democrático del país. De eso ya no cabe duda: Mueller confirmó una vez más (el FBI, la CIA y la Agencia Nacional de Seguridad ya lo hicieron) que Rusia intervino para subvertir las elecciones presidenciales del 2016.
Por supuesto, la comisión Mueller no aclaró el punto central de todo este embrollo: si hubo o no colusión. Es decir si hubo conspiración para cometer un delito de traición a la patria por parte de Trump y su equipo, más allá de cualquier duda razonable. Estas son las palabras de rigor, porque Mueller encontró muchas pruebas, pero no son concluyentes. El cargo de obstruir la justicia pisó terreno más firme, pues esto fue visible para todos quienes ven las noticias… o sus trinos. Aún sí, Mueller no quiso presentar cargos porque sigue el principio jurídico de que no se puede sindicar a un presidente en funciones. Y hasta ahí ha quedado su famosa prueba. La pelota está ahora en la cancha de los demócratas que deben decidir si lo van a someter o no a juicio político. Y sus cálculos políticos no son precisamente astutos, así que todo puede terminar en mucho ruido y pocas nueces.
Todo lo cual nos lleva a la parte de este embrollo con sello ecuatoriano. Supongo que habrán oído a WikiLeaks anunciar la presunta expulsión de su líder máximo, a cuenta de los INA papers. Pero mi apuesta es diferente. Assange probablemente saldrá, pero no precisamente expulsado por el Ecuador (ya lo hubieran hecho). Como ven, no puede haber mejor contexto para que él quiera salir: con la investigación de Mueller terminada, nadie tendrá ya interés en sindicarlo, menos con Trump victorioso. El Reino Unido está demasiado agobiado con el Brexit como para poner atención. Assange sólo tiene que pasar tres meses o menos de cárcel (por violar las condiciones de arresto domiciliario) y antes de que todos se den cuenta estará amparado y protegido en Rusia, haciendo lo que sabe hacer. Por supuesto, está en su carácter hacer de héroe y víctima, así que seguramente por eso está denunciando una expulsión y violación de sus derechos. En fin, ya sabemos el guión.