No me siento capaz de discutir sobre asuntos teológicos. Después de haber sido hasta la pubertad un entusiasta de la religión católica, llegué a la adolescencia chapoteando en un mar de dudas, alimentadas por el fuego de los escritores que empecé a leer en una biblioteca pública.
Entre todas esas dudas, la existencia de Dios fue la más inquietante y la que más tiempo consumió en esos primeros años de rebeldía. Aunque soy un agnóstico respetuoso de las creencias religiosas de los demás, esto no me impide recordar con afecto ciertos rituales de la religión católica modelados por el fervor popular.
Fui católico y monaguillo hasta los 14 años en la parroquia de un suburbio de Buenaventura.
No podía entender por qué ese hombre piadoso se dejaba provocar por el demonio y trataba de hacer con un jovencito de su parroquia aquello que nos prohibían por pecaminoso. Talvez era muy joven para saber que la conducta de un sacerdote no compromete la integridad de su iglesia, pero aquella experiencia trazó el antes y después de mi vida de creyente.
Cada Semana Santa, sin embargo, recuerdo los rituales que adornaron mis cortos años de devoción. Vivía fascinado por la teatralidad de las celebraciones populares. Y una de esas celebraciones era la representación de la Pasión de Cristo, una costumbre que talvez tenía su origen en los autos sacramentales españoles.
Cada año, entre el jueves y el sábado santos, actores naturales ponían en escena la vida, pasión y muerte de Jesús. La tradición popular mandaba que María Magdalena fuera representada, de ser posible, por una prostituta de verdad, dispuesta a ser apedreada y humillada; que Jesús debía ser flaco, blanco y barbado y que los ladrones crucificados a sus costados debían parecer la monstruosa encarnación de la maldad.La devoción por María se traducía en la mezcla de belleza con pureza, pero ¿cómo representar la pureza? En las representaciones de Buenaventura, a la Dolorosa no le cantábamos saetas, como en Sevilla, pero el fervor colectivo por la Virgen solo se parecía al fervor que se sentía desde siempre por la madre.
La jerarquía católica no podía impedir el toque casi pagano que adoptaban las representaciones. Algunas compañías de cómicos iban de pueblo en pueblo ofreciendo este espectáculo.
Entre las cosas que extraño de mis años de creyente figuran la Semana Santa, la Navidad y las misas solemnes. No creo que ofenda a nadie recordar que la esencia del teatro se encuentra en esta clase de rituales.
Cuando evoco esa época, extraño la magnificencia escénica de la misa cantada en latín, la utilería del altar, el vestuario del sacerdote, la majestuosa resonancia del órgano. Pero, al contar esta experiencia, lo último que quisiera sería parecerme a los lefebvristas. Soy agnóstico. Y sigo creyendo que el Diccionario filosófico de Voltaire es una de las grandes obras del pensamiento moderno.