Douglas McGregor, profesor del Instituto Tecnológico de Massachussetts, publicó en 1960 un libro cuyo título es “El lado humano de las organizaciones”. El autor distingue entre las personas a quienes describe como “tipo X”, quienes carecen de iniciativa propia y aparentemente necesitan ser arreadas para seguir adelante con sus vidas, y las que describe como “tipo Y”, que están llenas de iniciativa y de proyectos, no le temen al trabajo y, al contrario, lo disfrutan, y en frase de McGregor, “tienden a prender sus propios motores”.
En línea con la idea del “tipo X”, un deprimente estudio que leí hace algunos años señalaba que el consumo de alcohol en varias sociedades occidentales sube a picos altísimos los viernes por la noche y los domingos por la tarde. Para explicar ese hecho, el autor planteaba la hipótesis de que el primer pico reflejaba la satisfacción de millones de personas porque había llegado el fin de la semana laboral – como lo expresa el dicho en inglés, “Thank God it’s Friday” (“Gracias a Dios es Viernes”) que incluso ha dado su nombre a una famosa cadena mundial de bar-restaurantes – y el segundo pico reflejaba la insatisfacción de los mismos millones ante la perspectiva de tener que regresar al trabajo el lunes.
Es posible que los “tipo X” de McGregor, quienes seguramente son los mismos que generan los picos de consumo de alcohol, carezcan de la simple y electrizante experiencia de la fascinación. Con algo que nos parece extremadamente bello o interesante, con la repentina experiencia de comprender aquello que nos frustraba no comprender, con el sentir de nuestras propias potencialidades. Las personas podemos fascinarnos con un tipo de flor, las nubes, la poesía hindú, la música de Mozart, los contornos de una montaña, el canto de los pájaros. Hay quienes adquieren dos, tres, muchos diferentes objetos de fascinación. Y podemos adquirir o descubrir una fascinación a través de la experiencia vivida, la conversación animada, o la lectura inspiradora. La llave no está en qué pudiera fascinarnos, ni en cómo pudiéramos primero descubrirlo. La llave está en la aparentemente infrecuente, pero en el fondo muy simple capacidad para fascinarnos. Pienso que la vida les ha robado algo a ese innumerable cúmulo de seres que aparentemente carecen de la bella experiencia de la fascinación, en ausencia de la cual parecería que viven una especie de daltonismo del espíritu.
Y a la pregunta de cómo se genera la capacidad para fascinarnos, respondo que nos la infunden quienes nos llenan de amor. Tal vez la primera y más importante de todas sea la fascinación con ese maravilloso sentimiento de conexión con otro ser humano, y de afecto incondicional, que engendra, para siempre, la luminosa capacidad para sentirnos fascinados.