El fanatismo constituye un comportamiento aberrante, que tiene una dilatada trayectoria histórica, desde tiempos muy antiguos. El Diccionario de la Lengua Española lo define como “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas”.
El conocido filósofo y escritor francés Voltaire (1694-1778), uno de los valores del Siglo de la Ilustración, quien luchó a favor de la tolerancia religiosa y contra el fanatismo en todas sus formas, dedicó un interesante ensayo al tema en sus Cartas Filosóficas, que en alguna medida no ha perdido actualidad. Recuerda que la palabra fanático tenía distinta acepción en su origen.
Fanaticus fue un título honorífico: significa servidor o bienhechor de un templo. Los investigadores han encontrado inscripciones en las que los romanos importantes usaban el título de fanaticus.
Fanatismo es el efecto de una conciencia falsa, que sujeta la religión a los caprichos de la fantasía y el desconcierto de las pasiones, según Voltaire. Y afirma que “el ejemplo más horrible del fanatismo que ofrece la historia fue el que dieron los habitantes de París, la noche de San Bartolomé, destrozando, asesinando y arrojando por las ventanas a sus conciudadanos que no iban a misa”. Desarrolla el tema con erudición, pero me abstengo de reproducir otros argumentos por razones de espacio, pues el propósito de este artículo es vincularlo con la realidad actual.
Bien se conoce que desde hace algún tiempo el Oriente Medio es zona de conflictos intermitentes. Pero el movimiento que ahora tiene cierta relevancia es el Estado Islámico, que actúa en Iraq y Siria con unos postulados que conjugan elementos religiosos, políticos y afanes de expansión territorial. Su violencia evoca métodos medievales y su extremada interpretación de la ley islámica constituye un instrumento de terror que oprime a las poblaciones sojuzgadas en su entorno. El comportamiento fanático de sus militantes les ha llevado no solo a irrespetar vidas humanas, sino a destruir valiosos monumentos históricos, como ocurrió hace poco en la ciudad de Palmira. Han destrozado templos, bienes culturales y artísticos, en un afán de instalar la impronta de un vandalismo sin contemplaciones.
Algunos portavoces del Estado Islámico han argumentado que uno de sus objetivos se orienta al restablecimiento del califato como forma de organización política y de gobierno. Califa era el título de los príncipes sarracenos que, como sucesores de Mahoma, ejercieron la suprema potestad religiosa y civil en Asia, África y España. En esta última, tuvo gran nombradía el Califato de Córdoba, que llegó a ser la ciudad más floreciente de Occidente y una de las más hermosas y cultas del mundo medieval.
El hecho cierto es que, en los tiempos que corren, el Estado Islámico se ha convertido en amenaza y factor de perturbación del escenario internacional. Un consorcio encabezado por Estados Unidos despliega esfuerzos encaminados a combatir a esa organización terrorista.