Todos los tiempos han sido desafiantes para la familia pero hoy, como nunca antes, inmersos en la era de conocimiento y de la comunicación, una avalancha relativista haciendo uso de todos los recursos disponibles, en especial, de ciertos medios de comunicación, las redes sociales y los adelantos tecnológicos, degrada e intenta socavar a la familia, ocasionando desorientación, conflicto y angustia entre los cónyuges y, en general, impactando a muchas personas que no aciertan dónde resguardar y hacer crecer los valores trascendentes; dolorosamente, muchos sucumben ante un mundo materialista, facilista, comodón y con falta de armas eficaces que los proteja.
En este ambiente, fácil de caer, los guías de familia, madre y padre, confunden conceptos, muchas veces se dejan arrastrar por la avalancha del baratillo de ofertas, acomodan sus creencias a la molicie y al bienestar, trastocando su escala de prioridades. Tiempo no se encuentra para un diálogo efectivo entre esposos, donde fijar rumbos, ponerse de acuerdo y conciliar sus diferencias, para crecer juntos, para planificar, para acordar tácticas y estrategias en la formación y educación de los hijos.
Se han ido soslayando los momentos de compartir en familia, se han reemplazado los cálidos tiempos de hogar por pantallas luminosas, por juguetitos electrónicos, por distracciones y afanes personalistas e individualistas; este terreno, tristemente, ha resultado apto para hogares huérfanos con padres vivos, para separaciones y divorcios, para el abandono de los hijos, debido a la falta de voluntad y a un compromiso serio e imperecedero.
El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la ONU aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Han transcurrido 66 años. Nos preguntamos si existe un análisis de la ONU -objetivo y sin esbirros compromisos con ciertos países- de cuánto ha progresado la sociedad en este tema o si resultó solo un atisbo de buenas intenciones. Fundamentados en esa feliz Declaración, se han promulgado derechos para algunos grupos vulnerables, entre varios, el de los niños y los discapacitados; ahora, hasta los animales, el agua y la naturaleza tienen ya sus propios derechos. ¡Bien por ello! En contraste lastimero a esas iniciativas brillantes, parece ser que estamos arrojando en el oscurantismo a la familia, institución hostigada de manera insaciable, que tiene derechos pero se los entierra bajo un mundo que parece no querer percatarse que la vulnerabilidad de la célula fundamental y primigenia de la sociedad la ha convertido en fácil presa de intereses protervos. Ya lo dijo G. K. Chesterton: “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen”. ¡Cuidemos y preservemos a uno de los mayores tesoros que Dios ha permitido en la Tierra!