Crecimos oyendo y repitiendo que la familia es el mayor don de Dios, la célula de la sociedad, el soporte de nuestros andares y el puerto capaz de cobijar nuestros naufragios. Y así se lo oigo decir, todavía, a muchos, muchísimos jóvenes, que, a pesar de sus años, dicen estar de vuelta de un mundo rico en promesas y aventuras, capaz de seducirles y, al mismo tiempo, de abandonarles en cualquier esquina rota de su barrio. Antes o después, valoran la familia como lo más importante de su vida. Y, sin duda, que es así.
Sería una simpleza pensar que la crisis moral que padecemos no afecta a nuestras familias. Para mí, que tengo que intentar comprender a tanta gente incomprensible, es un tema que me preocupa hondamente: qué perfil de familia estamos construyendo, qué leche familiar estamos mamando o dando de mamar.
Nunca una película me había dolido tanto. No digo que sea una película imprescindible. No. También tiene sus falencias. Pero, una vez más, me ha ubicado ante el tema familiar, ante las carencias y necesidades que nos acosan desde la infancia y que nos acompañan incluso en la vida adulta. Me refiero a “Nieve negra”, del argentino Martín Hodara.
En la infinita Patagonia dos hermanos saldan cuentas mientras entierran a su padre y venden las tierras. Lo que parecía un trámite se convierte en una pesadilla con ecos de tragedia clásica a causa de unos hechos ocurridos tiempo atrás y que trajeron muerte, dolor y locura al seno del hogar.
No es una película de acción ni para pasar el rato. Hay que pensarse dos veces qué sembramos con nuestras palabras y nuestros desprecios, cuando el corazón se endurece y se vuelve pétreo. Es una película de silencios y de rencores, de diálogos ásperos, apenas alterados por el silbido del viento. Lo más triste es que los personajes están forjados a base de odio. La distancia y el tiempo no han curado nada, más bien han ahondado el rechazo, el drama de tener que volver a encontrarse.
Intereses ocultos, necesidades inconfesables, perdones que se desprecian… Nieve negra saca a relucir los más bajos instintos en un escenario hostil que reproduce comportamientos y frustraciones de ayer, de hoy y de siempre.
La película, árida e incómoda, atrapa al espectador en su espiral de violencia, hasta exclamar: “¡Qué familia, Dios mío, qué desastre!”. También la experiencia del amor entregado e incondicional por encima del propio ego, el que he experimentado en mi propia familia y en la de tantos amigos que me rodean, te lleva decir: “¡Qué familia, Dios mío, qué bendición!”. Cuando uno invoca a Dios expresa lo que desea, pero también lo que lleva dentro, su experiencia más íntima.
Cuando terminé de ver la película suspiré aliviado, agradecido de que el viento de la Patagonia no barriera mis esperanzas ni reflejara mis sentimientos.
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