El avión anuló las distancias. Lo que alguna vez fueron esas épicas travesías ya sea en carabela o en trasatlántico, ya a caballo o en tren, ahora se reducen al tránsito aburrido de los pasajeros de segunda y al coctel que apuran los de primera. La tecnología ha modificado el sentimiento que dejaba el viaje. Ahora, no hay perspectiva que se module con el andar, como ocurría antes, pero hay películas de entretenimiento.
La autopista transforma al paisaje en un telegrama, suprime sus matices y borra a la gente que vive entre las montañas. El campo pasa por la ventanilla como un sueño, y la geografía es un veloz desfile de postes de alumbrado.
Ventajas y desventajas aparte, el hecho es que se ha suprimido la distancia, y el tiempo es perpetua prisa. Actualmente, el viaje es una experiencia de salas de embarque atestadas, altoparlantes llamando pasajeros, aviones llenos, decolajes y aterrizajes, hoteles a los que se entra y se sale con igual indiferencia. Quizá, en alguna ciudad remota, es una calle hermosa descubierta de soslayo; una iglesia de nombre imposible; y, siempre, multitudes de japoneses tomando fotos y restaurantes llenos de infinitos turistas. Y todo idéntico, salvo alguna imagen semejante a una postal, que sobrevive al naufragio de la masificación.
La distancia, el tiempo calmo y la serenidad necesaria para agregar a nuestro inventario de recuerdos la experiencia de salir fuera de casa, son las víctimas del viaje en la versión moderna. Si bien no podemos escapar a ese modo de ir y volver, sin embargo, a veces, deberíamos intentar el redescubrimiento de la distancia. Y, para hacerlo, hay que escaparse de la ruta pavimentada, meterse en una senda y transitarla en bicicleta, a caballo o a pie. Entonces, la cordillera adquiere la dimensión colosal que siempre tuvo. El ascenso es un lento, rico y sucesivo descubrimiento de quebradas, cumbres y horizontes; cada curva es un mínimo misterio; un pueblo es una mancha clara que destaca en el fondo gris de las montañas; la enormidad de una cuesta nos devuelve humildades olvidadas; un árbol es una esperanza de sombra y el chaquiñán renace otra vez. El Cotopaxi, visto entre el mar ondulante del pajonal, nos restituye el asombro que perdimos al mirarle desde la ventanilla del avión. Y descubrimos, otra vez, el miedo geológico y la memoria histórica.
Ese modo de viajar restaura la posibilidad de entender el sentido de la distancia y la dimensión olvidada del tiempo. Rescata la capacidad de apreciar detalles y bellezas escondidas. Ese modo de andar permite responder al saludo del paisano, admirarse de que aún hay pájaros, de que el viento y la lluvia son hechos posibles. Y que nosotros somos apenas un punto perdido en el horizonte.