El Estado está en entredicho. La frontera con Colombia es un hervidero de crímenes, inseguridad y violencia. Los asesinatos y secuestros de los periodistas y militares ecuatorianos rompieron definitivamente el mito del país de paz, nos pusieron frente al doloroso espejo de la realidad, y a la urgencia de enfrentar, como sociedad y, especialmente como gobierno, lo que desde hace al menos diez años se ha venido soslayando, lo que se ha callado.
Lo que el torbellino de la política local, la vocinglería semanal del caudillismo y los disparates del socialismo del siglo XXI, habían olvidado: que la seguridad y la vida de la gente son los primeros deberes de cualquier gobierno y el fruto de la vigilancia, la transparencia, la legalidad y el apoyo efectivo a las fuerzas del orden.
Las consecuencias son enormes. No se agotan en el tema militar ni en el orden judicial solamente. Imponen al gobierno nacional la necesidad de replantear radicalmente los temas de seguridad interna y externa, y su política exterior, y dejar de lado posiciones equívocas ante gobiernos autoritarios como el de Cuba y Venezuela, definirse frente a los gobernantes colombianos, considerando el hecho de que la contaminación de la frontera proviene fundamentalmente de la violencia, que es la penosa tragedia de ese pueblo, y de un proceso de paz, deseable sin duda, pero que está dejando secuelas que ahora sufre injustamente el Ecuador.
Las consecuencias son enormes, porque, además, los hechos nos sorprenden con una sociedad dividida, instituciones en quiebra, una herencia económica compleja y una deuda infinita; nos sorprenden marcados por la desconfianza que se sembró durante diez largos años, por la inseguridad jurídica, por el temor.
Esta tragedia nos deja inermes, con una creciente sensación de desamparo, con una zanja que separa al Estado de la sociedad civil. ¿Cómo superar semejantes desencuentros? ¿Cómo evitar que prospere la duda, que ya ronda en algunas cabezas, de si el Ecuador será posible, de si puede seguir como nuestra casa, de si el porvenir está aquí? ¿Cómo afirmarse y hacer que renazcan la esperanza y los valores en medio de tanto escándalo y desafuero, que es lo que dejó la década perdida? ¿Cómo creer otra vez en el Estado, y confiar en la autoridad? ¿Cómo tener certezas?
La muerte de los periodistas y militares, y las demás tragedias que se viven en la frontera, no pueden verse como un hecho más en el torbellino de la crónica roja. Imponen el rechazo a toda forma de violencia. Sus víctimas y sus familias imponen la solidaridad y el respeto, más aún, obligan a que su memoria se reivindique inaugurando un compromiso que, de verdad, ponga en primer plano a cada persona, a cada familia, a la seguridad y a la paz, a nuestra paz.