¿Qué mismo es lo de Assange, espionaje en contra del imperio, conspiración en beneficio de la transparencia o chisme elevado a la categoría de moral pública? Sí, es necesario saber en qué incurrió el personaje, y si en realidad es el símbolo de la posmodernidad contestataria en que le han convertido; si vale la pena jugarse diplomáticamente con Inglaterra, Suecia y Estados Unidos al concederle asilo; si no hay un malentendido político en la comprensión de su tarea de hacker, o de hábil manipulador del mundo mediático.
Los WikiLeaks son sofisticadas filtraciones de correspondencia diplomática, revelaciones del mundo oculto en que, desde antes de los tiempos de Maquiavelo, se mueven las relaciones internacionales. Son invasiones a lo “políticamente vedado”, y de allí su atractivo, que es el mismo que tiene la indiscreción, el destape de la intimidad de las personas.
Me temo que la tarea de Assange, cuyos proyectos solo conoce él mismo, no sea tan purificadora y altruista como se cree. Dudo que la demolición del secreto diplomático, emprendida con tanta eficiencia por el hacker, tenga propósitos tan nobles como la defensa de la libertad de información. Están de por medio grandes temas geopolíticos, como el combate ideológico contra la República Imperial de los Estados Unidos, cuya prosperidad ha quitado el sueño, desde siempre, a los caudillos menores de América Latina.
Mientras no vea pruebas irrefutables en contrario, dudo que Assange tenga tanto vuelo ético, desinteresado y heroico. Más aún, creo que tras del personaje hay una inteligente explotación de la vocación por el espionaje y la ansiedad por revelar y conocer lo oculto. Y creo que hay una gran habilidad para utilizar lo mediático.
Y claro, en la edificación de famas basadas en la espectacularidad coincide el hacker con el “juez Garzón”, otro producto de la cultura del show, quien, más allá de las acciones judiciales que oportunamente catapultaron su figura, se enganchó en la noticia, con su biografía anticipada, y la gran oportunidad que le dieron los medios para consolidar una imagen redentora.
Ambos, Assange y Garzón, aparecen de pronto en el Ecuador del despiste, como una pareja de salvadores, el uno, de la libertad de información y de la transparencia diplomática, y el otro, paladín de una reforma judicial. La coincidencia es que el hacker se refugia en la embajada ecuatoriana en el Reino Unido, clama por el asilo, y de pronto, en los mismos días, el veedor de la revolución judicial, el juez Garzón, se transforma en el abogado de la causa del australiano. Y todo ocurre en el escenario de esta república sudamericana, usualmente tumultuosa, que va quedando malparada como actor de tercer orden en semejante drama geopolítico.
(Artículo publicado en agosto de 2012)