Desde que se inventó el “pueblo” como entidad política -porque es una hábil invención política-, la manipulación de la gente ha sido constante y, casi siempre, exitosa. Los caudillos han convertido el discurso en demagogia, los mensajes en hojarasca y los proyectos en novelerías vacuas que concitan, sin embargo, la adhesión de los votantes.
El populismo ha hecho de la democracia una opción sentimental y del ejercicio del gobierno, dispendio y costoso paternalismo del peor género.
El “carisma”, la magia de los caudillos, es el nexo con la población. El carisma desplaza toda racionalidad frente a los líderes. La gente renuncia a la crítica y se adhiere al personaje con fe casi religiosa. Se deja convencer, y lo hace porque es simpático, porque es “bueno”, porque es el “doctorcito” que, con el gesto y la palabra, vende redenciones hipotéticas, y construye mundos ideales. El carisma es la capacidad política de encantamiento, la habilidad discursiva para suscitar respaldos irreflexivos y proyectar esperanzas, aunque la lógica indique que las ofertas son humo y palabrería. La historia del populismo es un capítulo del surrealismo.
El populismo ha sido una desgracia para América Latina. Es el fenómeno que caracteriza a nuestras repúblicas y que ha hecho de la política un show mediático, un episodio circense, con escenarios, personajes al uso y bandas de pueblo. Como cualquier espectáculo, el populismo necesita “público” sensible a los argumentos sentimentales, aplausos y barras bravas. Necesita multitudes intransigentes, radicales, que descalifiquen cualquier disidencia y reafirmen la voluntad de poder del caudillo. Necesita inventar enemigos, imaginar patriotismos y propiciar luchas de clase. Tras los caudillos hubo siempre un adversario real o hipotético, un ogro difuso, funcional a las arengas, a las cruzadas de salvación, a las reivindicaciones con resonancias alusivas a la dignidad nacional. A veces, fue la frontera, el territorio perdido en cualquier guerra remota. Otras veces, son los ricos, el imperialismo, el establecimiento.
El peronismo es el ejemplo perfecto de populismo, y de cómo esa patología, como los yuyos de la pampa, renace pese a la evidencia de las tragedias que causa, de la destrucción de las libertades, la economía y el Estado de Derecho.
El peronismo es un anacronismo, como lo son los otros que prosperan en América Latina. Es el hilo argumental que explica cómo una de las sociedades más prósperas del mundo, es ahora una nación empobrecida. Buena parte de la población argentina sigue apostando al humo que venden los caudillos, a la “democracia sentimental”.
La nostalgia de Perón gobierna ese país, es el signo que inspira ese tango trágico y veraz, que se llama “Cambalache”.