El hombre vulgar de nuestra época se caracteriza – también – por su angustia frente a no alcanzar el “éxito”. Y ello por cuanto ha claudicado ante una sociedad impresentable para la cual la gloria es material, y el “fracaso” es no acceder a riquezas tangibles en bienes físicos. El patán deja de labrar intelecto, cultura, espiritualidad (moral, que no mística), sinceridad consigo mismo, para dedicarse a la triste artesanía de acumular caudales apreciables en dinero.
La vida exitosa es aquella saturada de significado humano. Si la concebimos como triunfo económico, el fracaso humano, moral, está garantizado.
M. de Montaigne se refería a la “tienda de atrás… a la trastienda” como el lugar a que el hombre se retira para dialogar con sí, para conocerse en la soledad de su propia compañía, en la que su exposición es en exclusiva con él. En esto radica el éxito del ser humano… en una realización de bienestar íntimo, en cultivar la felicidad esencial de trascendencia no distinta de la propia. Para Aristóteles, el éxito es felicidad a título de virtud. El éxito válido es de orden filosófico, si se desea, metafísico.
En términos “nietzscheanos”, el éxito viene dado por una vida creativa, instintiva, genial. El fracaso, por una mera sobrevivencia enfermiza e inauténtica, rutinaria, reprimida… jaula de hierro opresiva. La “autocreación vital” es de hombres excepcionales, de exitosos en tanto que refrendados en ética.
Fracaso es ceder a las presiones de una sociedad mediocre, intelectualmente endeble. El fracasado del siglo XXI es aquel individuo para quien la apariencia vale más que la verdad, que calla para quedar bien, que finge para no ser marginado, que esconde sus convicciones cuando éstas no calzan en el medio a que se aferra por pertenecer. Y todo ello por alienación mental. Subsiste en un círculo vicioso, pues mientras más exitoso quiere ser más fracasado es. Deja de tomar conciencia de que el éxito es de uno y no de cómo los otros lo miran.
El éxito es dignidad. El fracaso es prosperidad prosaica.