Nuestro país -amortiguado por elecciones extrañas y por olas de pandemia- despertó el martes 23 de febrero con la noticia del asesinato de 79 reclusos en 4 cárceles. Motines simultáneos con propósitos y métodos similares. La noticia generó una explosión en redes sociales -no exenta de morbo- de escenas macabras. Los asesinatos sorprendieron por su número, su crueldad, su exhibición, sus conexiones.
Disparos y puñaladas. Y actos escalofriantes: mutilaciones, decapitaciones, extirpación de corazones, linchamientos, ahogamientos, incineraciones. De pesadilla. Una de las escenas más repugnantes muestra presos en trance matando a palos a una persona y a otros celebrando el degollamiento de un rival. Varios presos exaltados lo filman todo.
Según el criminalista Santiago Arguello nunca en la historia había sucedido algo así. Y en América Latina solo se recuerdan casos en Guatemala y El Salvador, aunque con saldo menor. Solo el motín e incendio en una prisión de Lima hace algunos años, supera esta masacre. En número, no en brutalidad.
La versión oficial atribuye el hecho a una lucha entre bandas criminales, desencadenada por disputas de liderazgo a raíz del asesinato del capo Rasquiña. Se peleaba por territorios del crimen organizado. Y por alianzas externas, como el cartel de Sinaloa o Jalisco Nueva Generación.
Los análisis difundidos han desmenuzado el tema: modelo penitenciario, hacinamiento, normas, justicia, corrupción, inteligencia, presupuesto. Han puesto sobre la mesa lecturas punitivas, coyunturales y estructurales. Aquí resaltamos dos tópicos: las motivaciones íntimas y el nuevo poder exhibido.
Resulta imposible explicar racionalmente los desencadenantes de conductas tan abominables. O identificar las motivaciones que llevan a un ser humano a ensañarse con otro totalmente indefenso. Resulta complejo imaginar las frustraciones y resentimientos acumulados o advertir la total ausencia de límites morales. Las enfermizas conductas nos hacen pensar en vidas trágicas, familias quebradas, redes sociales tóxicas, marginalidad, educación fallida. Y en prisiones que degradan la vida y alimentan la violencia. El problema de las bandas salpica al ordenamiento social que hemos creado.
La matanza nos revela la presencia de un poder subterráneo, sobre el cual predominaban sospechas y mitos. Aparece con toda su fuerza y fiereza. Se toma instalaciones, domina la comunicación, exhibe y justifica acciones, amenaza autoridades. Ratifica que las mafias han penetrado el poder, la justicia, la sociedad. No son personajes marginales; son estructuras sofisticadas con agenda estratégica, muchos recursos y padrinos.
Los asesinatos no son solo castigos. Son mensajes de presencia y amedrentamiento. Símbolos de poder y organización transnacional. Llegaron para quedarse de la mano del terror y la corrupción. Y al parecer, están ganando la batalla.