El proyecto más ambicioso de unión política y de integración comercial en el mundo ha entrado en crisis. Gran Bretaña, tras el referéndum del 23 de junio, decidió separarse de la Unión Europea. Es la segunda economía después de Alemania.
Además, su peso en términos geopolíticos es clave no solo por su ubicación geográfica sino por el papel que ha desempeñado desde la Segunda Guerra Mundial, más aún cuando ha sido el socio principal de los EE.UU. en Europa. Varios factores han contribuido para ello. Por una parte, el rol que se desempeñó la derecha populista y radical. Recurriendo a un discurso simplón, al mejor estilo de Donald Trump, se exacerbaron las pasiones de un electorado rural, conservador y poco formado en torno de los peligros de la inmigración.
También hay que destacar que los esfuerzos del Partido Laborista para frenar la arremetida de la derecha populista que pregonaba la salida de la Unión Europea fueron insuficientes. La respuesta del primer ministro, David Cameron, fue débil.
No se diga la actuación de algunos medios de comunicación. En algunos casos dieron rienda suelta a las barbaridades que decía el exalcalde de Londres y diputado conservador, Boris Johnson, o el líder del partido UKIP, Nigel Farage, euroescéptico y antiinmigrante auto convencido.
Por otra parte, más allá de factores coyunturales de los cuales se sujetaron Johnson y Farage, se han hecho visibles otros problemas de fondo. La estructura institucional asentada en Bruselas no está dando respuestas oportunas a los problemas que aquejan a una parte de los países miembros.
Tal vez esta sea la causa de la falta de empuje y convencimiento de los laboristas para defender la pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea. Nuevamente se volvieron a escuchar las duras críticas que algún momento hizo Margaret Thatcher. El enfoque de la Comunidad Europea “es esencialmente anti-inglés”, decía. Eso explica en parte que antes del referéndum se hayan reforzado mensajes como “We want our country back”.
Más allá de los avances que se han logrado en los últimos años como Unión Europea, entre los que se destacan los aspectos de seguridad y paz, integración económica y política, genera rechazo la cuasi imposición de medidas de austeridad en los países (de los casi siempre no mejor gobernados), las restricciones de tener una moneda y una política monetaria común y las acciones insuficientes para reactivar las economías europeas.
Sin embargo, la balanza es más positiva que negativa. Por ello, es incongruente decir si al proyecto económico de integración y no al político. La libre circulación de personas es y debe ser responsabilidad de todos los países miembros, así como otros aspectos “incómodos”. Ante la crisis que se avecina, Europa debe reaccionar de manera decidida. Si no es para refundar el proyecto democrático, al menos reencausarlo positivamente.
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