Las revoluciones sociales están sacudiendo varias plazas de Europa. Sus protagonistas principales son jóvenes, activados por la rigurosidad de las crisis económicas, el anquilosamiento de sus sistemas políticos, o la caducidad de construcciones morales que coartan sus derechos y libertades; tienen a las redes sociales como su herramienta de convocatoria y difusión, y confluyen a los espacios públicos para enfrentar al poder político y cuestionarlo.
El último episodio de este fenómeno tiene su epicentro en la Plaza del Sol de Madrid: cientos de jóvenes acampados a la intemperie, movilizados por efecto de una crisis económica que combina asfixia financiera y desempleo, en un contexto de debilitamiento institucional de la gobernanza europea. En España está en juego la rigurosidad de un ajuste económico que quiere evitar la debacle del euro. Los manifestantes se rebelan indignados ante un sistema que les ofrece altos índices de formación profesional, pero que no logra integrarlos en procesos productivos sostenidos con empleo seguro y estable. Un fenómeno que presenta características similares en Grecia, Portugal e Irlanda.
En todos estos casos, el denominador común es la demanda por la profundización de la democracia. Sin embargo, sus agendas son mínimas, no llegan a plantear mecanismos políticos o económicos alternativos, su campo de acción es la crítica y la impugnación. Este rasgo pone en evidencia la fuerza y debilidad de estos movimientos: pueden alcanzar una movilización social de grandes proporciones, hasta el punto de hacer tambalear a un régimen, pero no representan una alternativa en términos de opción de gobierno. La crisis en estos países revela la complejidad de la estrategia europea, donde las altas inversiones para homogeneizar los niveles de desarrollo de sus estados miembros no generaron ese efecto, sino que produjeron burbujas financieras que ahora tratan de resolverse con ajustes y salvatajes desesperados.
Estas crisis ponen de manifiesto el colosal retraso de la política frente a procesos de innovación tecnológica y de conocimiento, frente a los cuales el sistema político no logra adecuarse y gobernarlos. Pone en evidencia la crisis del modelo europeo de la ‘gobernanza multinivel’; las respuestas no han ido más allá de ajustes convencionales a escala nacional, con medidas fiscalistas y de restricción del gasto público, una línea de intervención que no apunta a vincular los procesos de innovación en conocimientos y tecnologías que se expresan en los altos niveles de formación profesional, con las dinámicas de un crecimiento económico que sea incluyente, equitativo y sostenible.
La crisis impacta también sobre la población migrante, enfrentada a su precarización, luego de que fuera incluida en la burbuja que ahora los excluye.