Ética y diplomacia

Con profundo estupor y desaliento seguí la intervención del Embajador Luis Gallegos ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU a nombre del Ecuador y los países del Alba. Negando su propio pasado como defensor inclaudicable de los derechos humanos, Gallegos apoyó al Régimen sanguinario de Siria y se opuso a una resolución de la ONU que condenaba los abusos y asesinatos políticos masivos cometidos. La contradicción del diplomático resulta más escandalosa aún si se considera que hasta dos semanas antes de su intervención seguía como miembro del Comité contra la Tortura de la ONU. Dicho organismo y sus miembros reconvinieron al Gobierno sirio en diversas ocasiones por sus atropellos y abusos.

El caso de este Embajador y su reprochable incoherencia nos llevan a reflexionar sobre los límites éticos que deben enmarcar las actuaciones de los funcionarios de carrera que sirven al Estado por encima de los gobiernos de turno. ¿Qué debería hacer un diplomático profesional que representa a una sociedad democrática frente a instrucciones superiores moralmente equivocadas y contrarias a sus convicciones personales? ¿Callar? ¿Renunciar? ¿Hasta dónde resulta válido el argumento de “solo obedecía órdenes”, al mejor estilo de los acusados en Nuremberg?

La carrera diplomática es azarosa y está expuesta a dilemas morales continuos que derivan de las decisiones políticas de los gobiernos y su particular visión de las relaciones internacionales. En el caso del Ecuador estas tareas y dilemas son más complejos por la ausencia casi total de políticas de E stado en el manejo diplomático. Esta notoria deficiencia ha provocado, con frecuencia, acciones erráticas y hasta contradictorias. Los cambios de Gobierno y cancilleres provocan siempre giros insospechados en nuestra política internacional. Y aunque esta dinámica ha sido penosa, nuestros funcionarios la han soportado en la medida en que no ha vulnerado pilares fundamentales de nuestra política exterior como el respeto a las libertades y derechos humanos. Con Alianza País y su visión ideologizada y fanática de las relaciones internacionales, se han fracturado paradigmas básicos y nuestros diplomáticos han sido obligados, como nunca, a enfrentar conflictos personales muy serios.

Los dilemas morales que perturban a nuestros funcionarios de carrera no son sencillos y nadie tiene el derecho a impartir lecciones. Creo sin embargo que existen límites que obligan a levantar objeciones de conciencia y resistir el cumplimiento de ciertas “instrucciones superiores”. El país no podría ignorar el caso de funcionarios que actuaran bajo esta línea y estaría obligado a reivindicarlos cuando llegue el momento. Volviendo al inicio, es triste pensar que una carrera diplomática profesional pueda terminar de forma deshonrosa por el simple temor a perder un cargo.

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