Hace pocos días, la Universidad española Rey Juan Carlos otorgó el doctorado honoris causa a Juan Luis Cebrián, presidente del diario El País y Académico de la Lengua.
En su discurso, el homenajeado dijo que el avance tecnológico ha facilitado o, al menos, contribuido a muchas de las más importantes reformas sociales. Sugirió que el “siglo XXI debe ser capaz de recuperar el humanismo como condición básica del progreso social y económico”. En tono admonitorio, añadió que la tecnología no es la culpable de la degradación ambiental, ni de la deshumanización social ni de la desfiguración de la opinión pública, sino “los líderes sociales, incapaces de cohonestar el desarrollo científico y el crecimiento económico con las exigencias de una moral basada en el consenso democrático”.
Las palabras de Cebrián coinciden, en su esencia, con la advertencia que hace poco formulara el doctor Rodrigo Borja quien, al referirse a las gestiones para conferir institucionalidad a la actividad política, afirmó que es indispensable que la política vuelva a estar regida por el respeto a la ética y a la ley.
Las relaciones entre la política y la ética han variado en el curso de los años. No son pocos los que consideran que la ética se aplica únicamente al comportamiento individual. La política, en cambio, concebida como la administración del poder, es juzgada según su eficacia. Por eso hay partidos o líderes que miden la bondad del Gobierno según las obras que realiza. Maquiavelo ha sido considerado como el abanderado de esta doctrina. Para quienes así piensan, lo políticamente correcto no tiene que ser necesariamente éticamente correcto.
Desde hace algunos años he venido sosteniendo que el siglo XXI vería renacer al humanismo en el mundo. La adhesión cada vez más generalizada a la teoría de los derechos humanos así lo permite prever, a pesar de las brutales transgresiones que contradicen tal tendencia. Hay que superar los escepticismos.
Sigo creyendo que la humanidad camina hacia referentes intemporales para orientar la acción del Estado y asegurar que las sociedades políticas, al tiempo que aseguren su propia preservación, contribuyan al cambio que se necesita.
Francia organizó, hace un par de años, un debate sobre la enseñanza de la ética en colegios y escuelas, que se convirtió en una discusión sobre los valores esenciales que la pedagogía debería propiciar: dignidad, libertad, igualdad, pero también solidaridad y justicia. Se habló, entonces, de la “enseñanza moral y cívica”, que atribuye al ciudadano “obligaciones interiores” para que actúe libremente y no por temor al gendarme.
El verdadero humanismo surgirá como resultado de una educación que ponga énfasis en los valores permanentes, en el balance entre derechos y deberes, que confiera una base moral a la política.
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