La sociedad contemporánea parece acostumbrada a vivir en un clima de tensión y aceleración cuyos niveles no registran antecedentes. Esta atmósfera enfermiza, muchas veces letal, se agudiza en los grandes centros urbanos frente a estímulos variados. Los acontecimientos político-económicos, una congestión de tránsito, una protesta callejera, o los altísimos niveles de inseguridad son sólo algunos de los ingredientes de un cóctel que amenaza la salud.
A esto se suman también los efectos de la utilización de la tecnología, que tanto han modificado el trabajo cotidiano como la vida familiar y social de una creciente porción de la población, pues, más allá de sus innegables ventajas, sirven también para acelerar el pulso. La computadora, la notebook, la tableta o el celular -instrumentos cuya utilidad no se discute- cautivan a niños, jóvenes y adultos que han modificado notablemente sus conductas, imprimiendo un ritmo de aceleración creciente y una preocupante dependencia que ha dado origen también a nuevas adicciones.
Estamos expuestos a una enorme sobrecarga de estímulos. Muchas veces cuesta distinguir en qué medida nos agobian, pues nos generan acostumbramiento cuando se suman con mayor naturalidad a nuestras rutinas laborales y hábitos sociales. Y, a la hora del descanso, se sufren trastornos del sueño.
La vida moderna tiene consecuencias sobre nuestro psiquismo. La expansión alcanzada por las nuevas y revolucionarias formas de comunicación son fuentes de estrés o del síndrome general de adaptación, alteraciones que afectan los comportamientos habituales de un sujeto. Esos trastornos del funcionamiento biopsicológico se han multiplicado, especialmente en las urbes, y se traducen en cuadros de ansiedad y depresión, hipertensión o úlceras, entre otros.
Hoy se han incrementado las consultas por trastornos originados por el estrés. Patologías como las fobias, las obsesiones o la depresión no son algo desconocido y quien se acerca a un servicio lo hace pues sabe que pueden tratarse, la capacidad de atención se encuentra también desbordada.
El aceleramiento y la prisa que parecen guiar el comportamiento de la mayoría potencian las preocupaciones, el estado de amenaza casi constante nos exige ejercer el control sobre aspectos, por definición, incontrolables. La ansiedad se presenta como un estado emocional dominante.
También han aumentado los registros de depresión, no necesariamente grave, que invaden de desánimo y potencian su incapacidad para afrontar dificultades o asumir iniciativas. A estos estados se suman las fobias, los trastornos de ansiedad y los obsesivos compulsivos, entre otros. Otro ingrediente se revela fundamental: la soledad.
Hay que crear condiciones que propendan a mejorar la calidad de la vida. La vuelta al barrio, al club, al pequeño espacio son algunas de las alternativas que propone el movimiento llamado slow (del inglés, despacio), ecoconsciente, sustentable que, como contrapartida, también capta más adeptos. Trabajar sobre la rehumanización de la enseñanza para hacerla más sensible y personalizada contribuirá a la educación de una juventud que sepa combatir mejor los nefastos efectos del estrés.