Lo que ocurre en Venezuela y en Cuba, y lo que sucedió en la Unión Soviética, es la evidencia histórica irrebatible de que hay sistemas políticos improductivos, sociedades que bajo el poder se transforman en comunidades parasitarias, en escandalosos asilos de la mentira, y en refinados sistemas de dependencia. Bajo el dominio de gobiernos inspirados en el recurrente pretexto del socialismo, la capacidad productiva se evapora, prosperan los subsidios, abundan los discursos, y las banderas y movilizaciones ocupan la atención y el tiempo de la gente.
Increíble: el país con las reservas petroleras más importantes del mundo, no tiene qué comer. Allí la electricidad es un albur; se disfraza la devaluación de una moneda quebrada y no se produce sino política. Venezuela importa todo del vecino colombiano; su gobierno -como no podía ser de otro modo- culpa de la tragedia a los eternos y fantasmales conspiradores, a los burgueses y a los gringos. Proliferan los recursos mediáticos para desmentir lo que los hechos señalan: desabastecimiento, degradación institucional, agobio. La seguridad no existe y la justicia agoniza. Las libertades se extinguen conforme avanzan los radicalismos revolucionarios. El cambio es una enorme desesperanza y el caudillismo carcome a la sociedad.
En semejante circunstancia, los infaltables defensores de oficio de los sistemas quebrados, hacen toda suerte de malabares y especulaciones sociológicas para encontrarle justificaciones a la tragedia y fijar las responsabilidades en los eternos malos de la película, en las conspiraciones nunca probadas, en las teorías imaginadas para justificar algo que no se puede esconder: la incapacidad de los estados intervencionistas y de los socialismos de suspiro y de pasillo para generar sociedades productivas, para formar gente emprendedora, afianzar las libertades y reconocer que el secreto del progreso está en la iniciativa de cada individuo y en sus legítimas ilusiones.
Empeñarse en negar las evidencias, escribir la historia al revés para tender velos sobre la realidad y promover la politización integral de la sociedad, forman parte del expediente de los gobernantes de turno, y de no pocos activistas, estrategia que cuenta, además, con eficientes baterías seudo intelectuales, listas a disparar contra todo aquel que se aparte de las teorías oficiales. Y a esto se agrega el proceso de victimización, la transferencia de la responsabilidad a los “otros, y el blindaje ante la historia, porque, al final del cuento, nadie es responsable de nada.
Salvo excepciones, la historia de América Latina es una interminable disculpa, una eterna búsqueda de culpables. Es una persecución tras los fantasmas inventados. Es que esa es la única forma de asegurar el regreso de los salvadores de las patrias y de explicar, y de justificar, la necesidad de quedarse, ojala para siempre.