Esos son aquellos donde las decisiones no dependen del humor del Mandatario, donde las instituciones funcionan para todos, donde cada persona tiene no solo el derecho de reclamar sino el deber de cooperar por el bien colectivo. Estados eficaces son aquellos donde se hace lo que manda la ley, que es la voluntad colectiva puesta a respaldar a los que no tienen el poder de imponer, de cercenar o de perseguir. Lo que necesitamos en América Latina son Estados donde los gobiernos se sienten orgullos no por la cantidad de subsidios que otorgan para que la gente siga siendo pobre sino los que sacan a miles anualmente de esa condición indigna donde todo cabe incluso la humillación al poderoso de ocasión que les coloca un mendrugo en la boca para convertirlo en obediente sirviente en cualquier manifestación de apoyo que se le reclame porque de lo contrario, le cortan lo poco que un Estado ineficaz le da.
Estados eficaces son los necesarios en este continente que vive un periodo de expansión económica que dejará nuevos ricos, muchos cercanos a los gobiernos ineficaces que generan el caldo de cultivo ideal para reproducir la miseria que terminó por imponer la demagogia y el populismo que extrañamente son hijos de la abundancia para generar posteriormente miseria. Este es el círculo vicioso a que nos llevan varios gobiernos que se llenaron la boca de “pueblo” pero que sin embargo dilapidaron recursos y tiempos en acciones y posturas contrarias al bienestar de la gente.
Requerimos Estados eficaces donde la proyección de lo que se hace no devenga del resentimiento ni del odio sino que proyecte una acción revolucionaria, nueva en la conciencia de este subcontinente rico y abundante en materias primas pero escaso de grandeza de sus líderes políticos. Algunos escapan de esta lógica perversa y son los que dejan como herencia pueblos orgullosos de su esfuerzo y convencidos de que sus gobiernos eficaces han luchado contra la ignorancia, la madre de la pobreza y que entendieron que una riqueza mal administrada termina robándole al pueblo uno de sus sagrados capitales: la esperanza.
Queremos que estados eficientes sean posibles con gobiernos que no le teman a la crítica, que no se espanten de aquellos que resaltan sus debilidades y que muchas veces terminan por enderezar lo torcido y corregir lo avieso. Estados eficaces tienen gobiernos magnánimos y generosos no viven del pasado sino que se proyectan orgullosos hacia el futuro. Entienden que el ciudadano es el capital más grande de un país y que su paso transitorio por el poder le ha dado oportunidad de servirlo con el mejor de sus esfuerzos para tornar la eficacia en argumento de una administración respetuosa, tolerante, abierta a la crítica. Los ineficaces sepultan todo esto con el grito, la amenaza y el insulto porque reconocen con ello su extraordinaria limitación de grandeza y de servicio.