Hace pocos días, inauguré la nueva sala de rehabilitación y fisioterapia del Hospital Andino Alternativo de Riobamba, una obra corporativa de la Diócesis que en sus tres áreas (andina, alternativa y alopática) acoge a miles de pacientes de escasos recursos.
Fue una estupenda oportunidad para reflexionar y compartir algunas inquietudes…
Espiritualidad y salud van de la mano. La nueva filosofía personalista ya hablaba hace tiempo de la unidad psicosomática, algo que experimentamos todos los días. Resulta muy difícil que el cuerpo esté bien si el espíritu (y todo cuanto afecta al mundo emocional) anda mal.
Quizá por eso, decía Galeno que el buen médico necesariamente tenía que ser filósofo. A pesar del avance tecnológico y de la perfección de los fármacos, hay que afirmar el valor de un médico humanista, capaz no sólo de diagnosticar una enfermedad (curarla ya es otra cosa), sino de comprender el corazón humano. Lo cierto es que, muchas de nuestras enfermedades tienen ahí su origen o su agravamiento.
La misma Organización Mundial de la Salud definió la salud como el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no sólo como la simple ausencia de enfermedad o invalidez. Un planteamiento sólo mecanicista o paliativo, al margen del alma humana, nos haría pagar un precio muy caro: me refiero a la angustia, al miedo y a la soledad, frente a la dura realidad de verse limitado, vulnerable y extremadamente solo.
Hace años leí un estudio realizado por una universidad norteamericana, en el que se afirmaba que las personas que asisten regularmente a la Misa o a los servicios religiosos de su iglesia, gozaban de un equilibrio y de una paz mucho mayor que la del resto de los humanos. Y es que el bienestar espiritual siempre está relacionado con la mejora de la calidad de la vida: se disminuye la ansiedad, el temor y el sentimiento de soledad.
Y en la salud, mejora la capacidad de asumir las consecuencias de la enfermedad e, incluso, de disfrutar del tiempo de vida que Dios nos da.
Los médicos y el personal de salud no pueden ignorar esto. Ni ellos, ni los familiares de los enfermos, si es que de verdad quieren apoyar a sus pacientes.
La conversación con un sacerdote, la oración personal y compartida, el encuentro con algún amigo del alma, el valor de la música o de la compañía… dan al enfermo un sentido más pleno y profundo de una vida que inevitablemente se acaba, pero no de cualquier manera, sino en el horizonte de una promesa llena de esperanza.
Esta es mi experiencia, después de años de acompañar a enfermos terminales, todavía capaces de decir y de escuchar una palabra definitiva.
Hoy la gente se agarra a la vida de forma compulsiva. Y quizá por ello, aunque la muerte nos rodee y salpique todos los días, nos resistimos a mirarla de frente. Toca aprender a vivir y a morir.