Las horas que anteceden a la declaración unilateral de la Generalitat de separarse de España han enardecido el debate sobre la unidad de España. El martes se espera que Carles Puigdemont anuncie la decisión que carece de toda legalidad y va contra la Constitución ratificada en las urnas.
El acto político y cívico de acudir a votar no tuvo aval de las más elementales normas de una jornada electoral. Al impedir las autoridades de España la entrega de padrones y la información electrónica los listados improvisados carecieron de una mínima conformación real y legal. Se descubrió que muchos votaban en distintos recintos y varias veces y acudían niños menores con sus padres a dar su voto. Como muchas personas se quedaron en casa por rechazar la consulta, por miedo a la violencia o por ser indiferente, los votos contados no alcanzaron a la mitad de los que pudieron estar habilitados. El 90% de supuestos votos por el Sí es una cifra mentirosa.
Pero tampoco se puede aceptar la extrema violencia de la represión que el estado español desplegó. La orden era impedir la votación ilegal pero el saldo de 900 heridos habla de una tremenda intolerancia.
Si millones de personas querían expresarse entregando su voto aun cuando sea ilegal es su problema. Otra cosa es la irresponsable postura de la autoridad catalana, donde los partidos de la derecha nacionalista se juntan a la izquierda radical en contubernio.
El Rey Felipe VI dejó sentada su postura como jefe de Estado. Varias empresas poderosas e influyentes, grandes bancos y bodegas de cava ya piensan en movilizar su domicilio a ciudades españolas como rechazo a la posible independencia.
Cataluña quedaría fuera de la Unión Europea y de la comunidad de naciones (ONU). El anhelo de independencia puede ser perjudicial, más allá de los sueños de una parte de catalanes y los resquemores de españoles de otras regiones que viven en Cataluña.