Este jueves 24, a media noche, la cristiandad conmemorará la natividad del Niño Jesús. Quizás no por otra razón que la memoria de quién llegó a ser el Rabí de Galilea, aquel hombre bueno que predicaba el amor al prójimo y el perdón de los pecados. Por ello fue crucificado. En su agonía tuvo la ventura de saberse acompañado de su madre, María. Su chispa de energía voló a los cielos, reintegrándose a la luz. ¡Hace más de dos mil años! La Era Cristiana continúa pese a tantos avatares.
Hasta mediados del siglo pasado, digamos, las navidades no eran ocasión de alegría para los niños ecuatorianos. La novena que concluía, los villancicos, el canelazo con galletas; a media noche cuando los niños, agotados, se habían quedado dormidos, soñando en los regalitos que les iba a traer el Niño Jesús y que por lo general nunca llegaban. Por aquel entonces los niños no existían en la conciencia de nuestras sociedades.
Fue el ilustre médico Enrique Garcés quien los descubrió en su obra “Por, para y del niño”.
Cuando nuestros 5 hijos fueron llegando, fue una decisión de Claude, mi esposa francesa, burguesa, agnóstica: no podíamos negarles el participar de una tradición tan hermosa y noble, milenaria, como era mantener la memoria del nacimiento del niño que llegó a ser el portador de un mensaje sorprendente: amaos los unos a los otros, el perdón de los pecados y la vida eterna. Fue crucificado y subió a los cielos. Por navidades en nuestra casa no habrá ni tragos ni bailoteos, como es usual en las familias que conocemos, concluía Claude.
¡Nuestras navidades! Iniciadas hace ya tantos años, ininterrumpidas. Todos presentes: hijos, hijas, nietos y nietas, bisnietita y un bisnietito que está en camino. El arbolito de Navidad. El pesebre, la cunita con el niñito Jesús rodeado de su padres, María y José. Debo intervenir, como siempre: nuestra tradición cristiana; la memoria de aquel hombre bueno que fue Jesús de Nazaret; nosotros aquí reunidos como millones de familias de todo el mundo. Vienen las oraciones: el Padre Nuestro y la plegaria a la Dolorosa del Colegio, advocación que es un legado que recibí de mi madre.
Ya no me sorprende: son mis nietas y bisnietita quienes me acompañan en las oraciones. Con ellas esa nuestra tradición familiar está asegurada. Ellas serán las fundadoras de esas familias latinoamericanas que nos hacen presentarnos al mundo con dignidad. ¡Esas mujeres latinoamericanas! En realidad son las protagonistas de las páginas más bellas de nuestras historias. Si tenemos raíces se las debemos a ellas. Son las que nos dan la bendición cuando salimos de casa. Ellas son las que lucharon bravamente para que su familia tuviera casa propia. Ellas las que comprenden, perdonan y olvidan. El centro de un hogar al que se vuelve, en pos de amparo, cuando las tempestades de la vida.