Conforme prosiguen mis lecturas, el hábito que mantengo de por vida, me felicito de hablar y escribir en uno de los grandes idiomas de nuestra modernidad. Es el legado que me queda de España. Una parte importante de los géneros literarios que circulan en el mundo o han sido producto de hispanoparlantes o traducidos a nuestro idioma de lenguas extrañas y distantes como puede ser el japonés. Las traducciones casi han llegado a la perfección. La escritura alfabética con la que nos expresamos “es uno de los descubrimientos intelectuales más originales y más importantes del mundo” (A.C. Moorhouse).
He disfrutado de la lectura de “Independencia” (1ra. Edición, marzo 2021. Tusquets, Barcelona). Una suerte de continuación sin fatigas, de “Terra Alta” (Premio Planeta, 2019). Su autor Javier Cercas, extremeño, escritor de adjetivaciones precisas. He debido recurrir al Diccionario de la Real Academia en pocas ocasiones; mi español ha mejorado, mis escritos van siendo menos retóricos, van sacudiéndose de circunloquios.
Le debemos a Diego Araujo Sánchez, columnista de opinión de este Diario, la síntesis de un admirable ensayo “El infinito de un junco” de la española Irene Vallejo: “Esta obra es un emocionado homenaje a la invención del libro, el poder de las palabras, la escritura y la preservación de la memoria del desarrollo humano gracias a su registro en los libros y las bibliotecas”. Tal ponderación la he compartido en mis ensayos sobre la escritura alfabética en la conquista del Imperio de los Incas y en el proceso de aculturación. Hechos portentosos si se tiene en cuenta que el Incario fue el único sistema económico y social que recuerde la historia, concebido en beneficio y provecho de todos. Ello no obstante no llegó a descubrir la escritura alfabética. Los quipus y pictogramas no eran más que elementos de referencia puntual con los que quipucamayocs y amautas mantenían la memoria histórica y el control administrativo de un dilatado Imperio. Cuando los últimos quipucamayocs, ya no hay quien sepa ‘escribir’ y ‘leer’ aquellos registros. Se inicia la memoria oral, aún sin inconsistencias mayores cuando fueron la fuente de información para los extraordinarios primeros cronistas mestizos como Garcilaso de la Vega, Huamán Poma de Ayala, Blas Valera y el quiteño Diego Lobato.
Que la historia la escriben los vencedores, no hay duda. Y más si el vencido carece de escritura alfabética, como fue el caso del pueblo quechua. A lo que llega la oralidad es a la fabulación, con las aportaciones de cada generación una y otra vez más alejadas de lo que fue ‘el paraíso perdido’.
Me hubiera encantado formar parte de un pueblo bilingüe. El quechua concluyó por ser una lengua arcaica, en camino de extensión, y más en el siglo XXI, el de las Ciencias, con sus nuevos términos y signos.