Érase un país al que se veía como una isla de paz. Un país de personas amables, alegres, solidarias y trabajadoras. Por desgracia, ese país ha desaparecido. Somos, eso sí, un lugar de belleza asombrosa. Un territorio pequeño con regiones naturales únicas en el planeta. Un pequeño enclave del tercer mundo, bendecido por una insólita diversidad, extremadamente rico en recursos de la tierra, del agua y del subsuelo, pero a pesar de esa abundancia, mucha de nuestra gente vive aún por debajo de la línea de pobreza.
Los habitantes de este lugar hoy somos agresivos, violentos y desconfiados. La ira y la crispación se sienten en las calles, que en buena parte se han convertido en zonas de guerra asoladas por ladrones, asaltantes y sicarios, pero también en el campo, que en el pasado albergaba una vida plácida y grata, y que ahora, entre cuatreros, abigeos y delincuentes comunes, se ha vuelto peligrosa y angustiante.
Este cambio en el comportamiento de la gente se refleja en los nuevos espacios de convivencia y comunicación, en las redes sociales, por ejemplo, que recogen buena parte de esa ira y la multiplican contra todo y contra todos en un tiroteo incesante de insultos, verborrea y disputas virtuales; aunque, pensándolo bien, peor todavía resulta lo que sucede detrás de las paredes, en los propios hogares que son refugio y guarida de otro tipo de delincuencia especialmente dirigida contra mujeres o menores de edad.
Podríamos pasarnos la vida entera discutiendo ¿cuándo y por qué terminamos convirtiéndonos en una sociedad agresiva, iracunda, intransigente, invivible?
Sin duda, lo más fácil será siempre echar la culpa a las innumerables crisis económicas que hemos pasado, o decir que hoy alcanzamos estas cotas bajas de humanismo, decencia y cordura como resultado del encierro por la pandemia; o si somos menos reflexivos aún, alegar que toda esta degradación no es por nuestra culpa sino por la del pasado al que, alegre y estúpidamente, algunos pretenden cargar el bulto. Sí, podemos justificarnos con cualquier necedad y repetir como autómatas las idioteces que dicen ciertos dirigentes con toda su mala leche, pero lo cierto es que los responsables del presente somos nosotros y los que hicieron de aquel país un lugar de paz con gente amable y generosa, nunca exentos de claroscuros y aprietos, fueron mucho mejores personas que las que hoy poblamos este lugar.
También, por supuesto, podemos culpar a la corrupción, un tumor que ha hecho metástasis y que, sin duda, mueve el círculo vicioso de la crisis, de las necesidades básicas insatisfechas, de la falta de educación, de la ausencia de cultura, del hambre y del crecimiento de la pobreza, y, quizás tendremos razón, pero, al final, solo nuestra esencia de personas afables, felices, trabajadoras y solidarias, nos permitirá escapar del rincón de violencia, confrontación y división al que nos han llevado unos pocos por sus protervos intereses. Solo entonces seremos otra vez aquel país.