Los conceptos de la teoría política puestos en el contexto de la realidad, con frecuencia, pierden sentido, se vacían de contenido, y se llega al punto en que adquieren significados absolutamente distintos de aquellos que propusieron sus ideólogos. Algunos de esos conceptos, como república, democracia, autoridad, liberalismo o socialismo se han convertido en tópicos. La fraseología propia de los discursos, y lo que podríamos llamar “la literatura electoral”, afectan al rigor analítico, borran los límites que distinguen un tema de otro y los desnaturalizan. Lamentablemente, al final, lo que importa es el discurso, no interesa si es verdadero o falso. Importa lo que suscita emotividad, emoción transitoria y votos. Así, la política es un enorme mural hecho con los trozos dispersos de lo que alguna vez fue un sistema de ideas.
Varios son los equívocos que prosperan a la sombra de esta posmodernidad sin rigor que lo invade todo.
1.- El pueblo.- Es, en la teoría, la fuente del poder legítimo, la razón de ser del Estado. Hipotéticamente, es el titular del derecho a gobernar y de la facultad de legislar. Se habla del pueblo como si fuese un ente real, una corporación sacrosanta, una especie de ser conciente, de sujeto único, con alma colectiva distinta de la de sus integrantes. Sin embargo, la real politik ha hecho de el una falsificación y la excusa para mandar en nombre de nadie. El “pueblo soberano” es un vaporoso argumento para detentar el poder. La verdad es que los Estados tienen población, elemento humano, pero carecen de esa entidad orgánica, con inteligencia y voluntad colectivas a la que aluden los políticos, a y a la que llaman pueblo soberano. El pueblo como entidad histórica, como realidad política concreta solo existe en el discurso. La verdad es que la titularidad de los derechos -políticos y civiles- radica en cada persona, que no es célula ni pieza de ningún colectivo mayor.
Los sistemas plebiscitarios, donde hay la falsa impresión de que es el pueblo quien resuelve los temas que se le consultan, demuestran que el pueblo, si alguna connotación colectiva tiene, es la de “masa desinformada”. La democracia plebiscitaria prueba que quien sabe es el que pregunta -el poder convocante- y quien nada sabe es quien contesta -los convocados.
2.- Las mayorías.- Los gobiernos y los parlamentos giran en torno a la idea central de la mayoría y sus derechos. Siempre me ha parecido que la democracia como forma de gobierno y teoría de justificación del poder, tiene méritos, pero adolece de un riesgo esencial, esto es, que el viejo concepto de la “voluntad general” de la que hablaban los liberales del siglo XVIII, termine en la práctica convertido en un sistema de dictadura de mayorías, de despotismo legislativo y de sorteo de la felicidad pública. Más aún si consideramos que el imperio de la mitad más uno no es siempre el resultado de la convicción de los asambleístas, ni de su entusiasmo patriótico. Con frecuencia, es el producto de pactos de coyunturales o de decisiones preconcebidas ligadas una ideología o proyecto sobre el que el “pueblo” no siempre ha decidido. A veces, es el fruto de la perversión del poder y de la degeneración de la representación política.
La “mitad más uno” no es sistema para descubrir la verdad, ni siquiera una forma de establecer la justicia. La mayoría no es dios ni es la mágica varita para encontrar la felicidad. Es, simplemente, una suma de voluntades individuales concurrentes sobre un asunto coyuntural determinado, susceptible de acierto o error, de manipulación, pasiones o desinformación. La democracia encontró en la mitad más uno la pragmática solución para zanjar discrepancias, adoptar decisiones y elegir mandatarios. Ni la ciencia política ni la imaginación han podido, hasta ahora, encontrar un método sustitutivo, que elimine ese sabor de sorteo del destino nacional que tiene el método de las mayorías. Lo esencial es que la mayoría, por importante que sea, no puede convertir lo falso en verdadero, ni la noche en día.
3.- La representatividad y la validez de los mandatos.- La representación política hizo posible lo que se conoce como “democracia representativa” en sociedades de masas en las que la población solo puede actuar por vía de encargo a sus gobernantes o legisladores. Sin embargo, el mandato político se ha convertido en uno de los temas más controvertidos cuando la “agenda electoral”, que es el punto central en las elecciones, no guarda consistencia, y a veces ni lejana semejanza, con el “agenda gubernamental”. Si lo que fue materia de campaña y propaganda es lo suscitó el voto de adhesión mayoritario, ese debería ser el plan concreto de gobierno. Sin embargo, en la práctica política, tales planes con frecuencia se apartan de aquello sobre lo cual la gente votó. El caso más relevante que ahora me viene a la mente es el de Fujimori/Vargas Llosa. Los peruanos votaron contra lo que Vargas propuso y eligieron a Fujimori, pero éste, una vez triunfante, aplicó, incluso con mayor rigor, el programa liberal del premio Nobel de Literatura.
Si fuésemos consecuentes y rigurosos, la falta de concordancia entre lo que se vende en las campañas y lo que se hace desde el poder, debería plantear en sociedades de verdad democráticas, un problema de legitimidad constitucional y moral del mandato político.
4.- La independencia judicial.- Los Estados de Derecho se basan en el principio sustancial de la división de funciones y la independencia institucional. Además, en ellos opera el sistema de chequeos y controles, que evita la superioridad y la ingerencia de un poder -ejecutivo- sobre los demás, especialmente sobre el judicial. Pese a su importancia la independencia judicial este uno de los equívocos más notorios que aquejan al sistema republicano. Lo que existe, con excepciones, es una concentración de poder en detrimento del sistema judicial y de los órganos de control. Este es uno de los fenómenos más peligrosos que le pueden aquejar a una sociedad. Sin judicaturas que tengan la autonomía y la valentía de decirle NO al poder, no hay posibilidad alguna de ejercer eficazmente los derechos y las garantías. En situación de dependencia judicial, la Constitución se convierte en herramienta de poder discrecional, y no en el límite del poder legal, cuando la Constitución jamás debería dejar de ser el alero que cobije a las personas y el lindero que ponga coto al afán expansionista que pertenece a la naturaleza del poder político. Sin independencia efectiva, nada de esto será posible.