Eso de que el artista pueda vivir de su arte suena bien, lo mismo que aquello de que pueda gozar del seguro social, por más que ese goce signifique un quebradero de cabeza. Suena muy bien que los materiales para el arte sean liberados de impuestos, lo mismo que la publicación de obras literarias; y es excelente saber que habrá más dinero para esa que hasta ayer fue la Cenicienta de todos los presupuestos: la cultura.
Suena muy destemplado, sin embargo, que ya no se hable de cultura en relación con la identidad, ni con la estética, ni con el contrapunto permanente entre tradiciones y rupturas. Parecería que ya no se está hablando de cultura propiamente, sino de los famosos “emprendimientos” o de algún capítulo olvidado de las finanzas públicas. Hace 75 años, por ejemplo, el maestro Carrión nos habló de cultura en términos de patria; quince años después, los tzántzicos lo hicieron en términos de pueblo; en los 80 se volvió a hablar de cultura en términos de desencanto, y al voltear el siglo se habló de ella en términos de democracia. Incluso hace diez años se llegó a hablar de ella en términos de revolución… Hoy se nos habla de cultura en términos de PIB, de inversiones, impuestos, utilidades, … Nadie podrá culparnos si la sorpresa nos deja momentáneamente mudos.
La explicación que nos han dado las autoridades del ramo tienen el tono que solemos emplear cuando tratamos de explicar algo a las personas de entendimiento retardado: lo que ocurre -nos dicen- es que hoy, por primera vez, arrancamos a la cultura de ese cielo idealista de los valores puros, para instalarla en el corazón de las relaciones concretas de la sociedad. Lo primero es que los productores de cultura obtengan una justa retribución, y lo demás vendrá por añadidura. Es necesario que el dinero dedicado a la cultura no sea visto como un gasto sino como una inversión que debe producir réditos; es necesario que la empresa privada destine también una parte de sus ganancias a financiar la cultura, a cambio de una sensible reducción de sus impuestos; es necesario que la cultura deje de ser un peso muerto y se convierta en una fuente de producción de riqueza.
Si no me equivoco, este es un claro ejemplo del discurso sofístico: utilizando algunas verdades, se llega a una conclusión falsa. Las relaciones concretas entre los humanos no son únicamente las de carácter mercantil, pero todas las demás han quedado en la sombra. Se nos pide que dejemos de ver las obras de arte, la música, las novelas, como bienes culturales, y que las veamos como mercancías. Siendo así, da lo mismo instalar una fábrica de salchichas o una compañía de teatro: lo que importa es cuánto produce el “emprendimiento”. ¡Mejor si se pueden vender muchas funciones de teatro, muchas salchichas y… muchas entradas a un concierto!
Es evidente, por lo tanto, que necesitamos volver a hablar de la cultura.
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