La epopeya
Para los populismos todo debe ser dramático y conmovedor, grandioso y estruendoso, histriónico e histérico. Esta fórmula se usa de modo que la receta funcione adecuadamente: la política debe pasar por ser una gesta verdaderamente homérica y los políticos escogidos (aquellos que no resulten incómodos, aquellos que prueben una y mil veces ser obsecuentes) también deben ser figuras prácticamente sobrehumanas. Así, los rutinarios actos del poder cobran el carácter de una auténtica epopeya: los titanes reinventan repúblicas (con sus propias callosas manos y frentes sudorosas) que antes estaban gobernados por ineptos y corruptos servidores de las oligarquías, independizan a los pueblos de las garras de los mefistofélicos capitales internacionales, luchan a brazo partido contra imperios invisibles y contra potencias neocolonialistas y metaintervencionistas, recomponen himnos nacionales para que sean todavía más gloriosos, rehacen escudos nacionales, vuelven a poner los cimientos de todo lo imaginable con ánimos no solamente de reconstrucción sino para llevar a cabo una verdadera refundación. Después de mí, el diluvio.
Los líderes carismáti cos también deben reescribir la historia, reinterpretarla de forma que no quede nada, ni siquiera el menor vestigio, del viejo régimen en pie, rediseñarla para que todo se base en dogmas, catecismos políticos y evangelios indiscutibles: verdades reveladas que blinden el pensamiento único e indebatible. Los líderes carismáticos, en línea con todo lo anterior, deben ser colosales e irreemplazables, grandiosos y magnánimos (capaces de condenar para luego perdonar, capaces de reflejar incomparable ira para fustigar al enemigo y más tarde conmiserarse) y acumular tanto poder que el sistema, literalmente descanse en ellos. Los líderes carismáticos deben ser capaces de mostrar serenidad en momentos importantes para, seguidamente, desplegar los más grandes y furiosos frenesíes. La puesta en escena deberá ser formidable, tremenda y temida, de proporciones bíblicas, para que no quepa duda alguna de la legitimidad del poder, de su necesidad de aprobación diaria. Así, nada ha de moverse sin previo visto bueno. Nada debe pasar sin una subida o bajada de dedo. Por eso también, el sistema tiene que basarse en constantes sospechas de golpes de Estado, conspiraciones, frondas, desestabilizaciones, espionajes, acechos y conjuras.
Por eso los populismos no son para cualquiera, en especial para los débiles de corazón. El sistema debe reposar -es un decir- sobre las emociones fuertes y constantes, sobre una montaña rusa en pleno fragor. Es que no se pueden dar el lujo de ser aburridos o tenues: la política debe ser un enfrentamiento constante, una batalla siempre en desarrollo, una búsqueda invariable de enemigos a los que se debe derrotar y humillar. Los asuntos políticos, por lo tanto, deben ser resueltos sobre las lonas de un ring, contendiente por contendiente, pelea a pelea.