En estos días de alarmas y epidemia, es imposible no recordar la peste que alguna vez se abatió sobre Orán, poniendo a prueba creencias y convicciones, pero sobre todo haciendo posible que surgiera un sentimiento de solidaridad que se sobreponía a la muerte. Me refiero, desde luego, a la novela de Camus, en cuyas páginas aparece el planteamiento de una moral laica, una afirmación de la vida y una exaltación de la plenitud que se sitúa más allá de la rigidez de los conceptos.
Si El Extraño (1942) y El mito de Sísifo (1943) le permitieron a su autor expresar su descubrimiento del absurdo, cuya presencia indiscutible nace de la conciencia de la muerte, La Peste (1947) proclama la necesidad de luchar, no ya contra la muerte, que es siempre inevitable, sino contra la muerte sin sentido y su hermano gemelo, el sufrimiento de los inocentes. Para el doctor Rieux y Tarrou, que es su asistente voluntario, la muerte de los apestados es una realidad cotidiana, pero también lo es su propio esfuerzo por vencerla; y aunque Tarrou tendrá que rendirse finalmente, su propio esfuerzo agotador será una victoria definitiva.
Algunos críticos también han visto en La Peste una alegoría de las horrendas dictaduras que en aquellos años asolaban Europa. Claro que lo es, pero no solamente hay en sus páginas la representación simbólica de aquellos regímenes nefandos: aun más allá, la peste representa todas las formas que adopta el imperio del absurdo sobre el mundo. La peste es también el Poder absoluto, tal como aparece, por ejemplo, en la orden de lanzar una lluvia de misiles para matar a un solo hombre, poniendo al mundo en difícil equilibrio sobre el filo de un cuchillo. Es la crisis de todos los valores y la invasión incontenible de la desesperanza y el cinismo; es la pérdida universal del valor de la palabra; es el descrédito de la política y la pérdida del sentido de la vida; es la inequidad injuriosa, la miseria, el aullido de “los condenados de la Tierra”. La peste es la epidemia del individualismo absoluto, del solipsismo de una ilusa humanidad que se ha dejado seducir por la magia de la tecnología y su bombardeo de frivolidades, hasta el extremo de olvidarse de sí misma; es la devastación de la naturaleza y la incontenible sucesión de catástrofes con su estela de muerte.
Por eso, cuando en Orán la peste ha sido al fin vencida, dice el doctor Rieux que su germen secreto sigue escondido en los rincones, en el fondo de los cajones, entre las tablas del piso, y otra vez enviará las ratas de la muerte para empezar nuevamente su tarea. Lo hará, por paradoja, desde la propia inteligencia de los hombres, cuya soberbia es capaz de superar todos los límites. ¿Quiere decir, entonces, que al fin seremos derrotados? No necesariamente. Quiere decir que no es posible dar tregua al combate y que es urgente reencontrar el sentido de la vida, de la solidaridad y del amor.