La corrupción, ese flagelo que no cesa, es tan antiguo como el ser humano. En nuestro tiempo ha arreciado de manera exponencial por la mundialización, el crimen organizado y el avance de la tecnología. Los medios comunicacionales agotan sus espacios con reseñas de escándalos políticos y delitos orientados por carteles que se disputan el poder político de los países donde han erigido sus tronos (ya no son “localidades” por las que combaten, sino por gobiernos, sea a través del imperio del crimen, sea por la vía subrepticia del soborno voluntario o forzado).
El informe reciente de un organismo transnacional registra que, de cada diez encuestados de nuestra América, no menos de ocho creen que la corrupción es “el mayor mal del siglo XXI”. Nunca en la historia de la humanidad ha habido tantos “milmillonarios” ni tantos pobres y miserables como en nuestra época: ¿esta la matriz que engendra el tsunami de la narcopolítica?
La corrupción es un mal que se remonta a los confines del tiempo. Lo que nos ha correspondido vivir es su incremento hasta el espasmo.
¿Y si la corrupción es parte connatural de nuestro ser? La cuestión está en debate. ¿Cuál es el primer caso de corrupción documentado? Algunos mencionan la “denuncia” de un empleado del reinado de Ramsés IX (1126-1108 a. C.) en Egipto respecto de sobornos recibidos por miembros de una gavilla de profanadores de tumbas.
La antigua Grecia no fue un ejemplo de probidad. Demóstenes (384 a. C.) –orador excepcional en foros y plazas– fue condenado por manejos fraudulentos de las sumas depositadas en la Acrópolis. Pericles (495 a. C.) –notable jurista, político, general– fue acusado de haber medrado de los dineros que administró en la construcción del Partenón.
Carlos Alberto Brioschi, en su Breve historia de la corrupción, averigua los datos más remotos de esta lacra que sigue y persigue a la humanidad. “En Mesopotamia –asevera– 1500 a. C. era una costumbre ‘engrasar las ruedas’ para acceder a tal o cual convenio; y establecer ‘tratos’ con un poderoso no era distinto de otras transacciones sociales y comerciales”.
“La corrupción del alma es más vergonzosa que la del cuerpo”, advirtió un olvidado escritor colombiano. Espíritu o conciencia, lo cierto es que la explosión de crímenes y corruptelas del Imperio romano decadente mostró cómo es posible vaciar la entidad de un pueblo con “pan y circo” y puñados de nimio valor esparcidos por los gobernantes en actos públicos.
Sin embargo, en Roma se execraba la corrupción. “Los altos cargos estaban muy vigilados”. Es que el honor romano era símbolo y escudo de su civilización. Para acceder a las más altas instancias de poder, el candidato tenía que exhibir un currículum sin mácula. La presentación de una fianza era imprescindible y cuando concluían sus funciones se escudriñaban sus recursos económicos, a fin de verificar si habían aumentado por manejos fraudulentos. Fueron numerosos los casos en los cuales los burócratas tenían que devolver lo malhabido.
Las dos penas que sobrevolaban por lo actuado por un empleado público fueron el exilio o el suicidio. Si se recurría al suicidio, había la posibilidad de mantener el honor. Pero este sistema regía solo en el ámbito público, en el privado se realizaba toda clase de corruptelas a vista y paciencia de quienes representaban la ley.
Cicerón (106 a. C.) fue uno de los fustigadores más implacables de la corrupción en Roma. Cuando se trataba de asuntos personales probados, “perdía la cabeza y era capaz de propinar él mismo el castigo”, cuenta Robert Graves.
El esplendoroso Imperio romano fue asolado por la corrupción. Libros y películas memorables dan cuenta de su caída. Calígula es, quizás, entre los filmes que han recreado ese período, el que lo presenta más descarnadamente. Recreación de la orgía incesante en que se convirtió su modus vivendi. Cohesión entre política y sexo atravesada por crímenes y saqueos impunes. Poderes omnímodos cuyo ejercicio no son sino patéticas cabriolas delirantes. Y el delirio es la patología de todo absolutismo. “El poder no corrompe –advirtió John Steinbeck–. El miedo corrompe, el miedo a perder el poder”.
Hace poco vimos las cabriolas del autócrata de un país hermano, grandulón, ignaro y pernicioso –encarnación de la insignificancia humana–, embutido en una bata multicolor, aferrándose al poder, incapaz de ocultar su miedo cerval a su pueblo, implorando, renegando, embaucando, orando… ante centenares de burócratas; ofreciendo el nuevo paraíso: repartir la pobreza y enriquecer más sus faltriqueras y las de sus secuaces.