Thomas Carlyle escribió: “Hay épocas en las que la única relación con los hombres es el intercambio de dinero”. ¿No se quedó corto el pensador porque siempre fue así? En todo caso, hay quienes hablan con énfasis del absolutismo podrido al que se refería Carlyle.
El imperio de la religión católica supuso un decisivo punto de inflexión en la moral. Innovación: condena y redención. La Biblia recogió el hecho de que la corrupción era un ejercicio vasto y usual, a tal punto que Judas Iscariote vendió a Jesús por unas monedas.
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Edad Media: los señores feudales fueron protagonistas de rutinas infamantes a los campesinos. Tiempos en que formas de corrupción se estimaban bendecidas y legítimas.
Felipe II, rey de Francia, siglo XIII, no solo cobraba impuestos, sino sendas “donaciones” para acrecentar sus arcas privadas. En Italia, Dante prescribía que los corruptos debían ir al infierno, sin embargo, fue sentenciado al exilio por recibir prebendas económicas a cambio de la elección de priores y por entregar licencias a empleados del municipio.
El papado de los Borgia es el arquetipo de la podredumbre en todos los ámbitos. Amorales por antonomasia, escribieron uno de los capítulos más nefastos de la cúpula de la Iglesia católica.
Los siglos XVI al XVIII son los más aciagos de la historia de España en cuanto a corrupción. “Para afanar prebendas todos están dispuestos a derrochar miles de escudos, pero antes de dar ni un cuarto de limosna a un mendigo, le hacen procesar”, dice uno de los personajes de la novela Guzmán de Alfarache.
La culpa enajena, pero para quienes pueden inocularla en los demás es instrumento eficaz para manipularlos a su arbitrio.
La Revolución francesa con la figura de Robespierre, el Incorruptible, aireó la atmósfera pútrida que campeaba. No obstante, con Napoleón retornó con inusual descaro, al punto que el mismo caudillo autorizaba a sus ministros “robar un poco” siempre que cumplan con rigor sus funciones. Pero la encarnación de las corruptelas fue Talleyrand. Comentaban de él, públicamente, que era “el hombre que más ha robado en el mundo”.
El capitalismo y la Revolución Industrial incrementaron las relaciones comerciales y las prácticas ilegales. Émile Zola logra un fresco tenebroso sobre la ilimitada corrupción que identificó este período en su novela El dinero. En París corría a ríos el dinero y corrompía todo lo que hallaba a su paso. El juego en su multivariedad de formas y la especulación alcanzaron su cota más elevada.
Adam Smith, figura venerada por los teóricos del liberalismo, tuvo que aceptar que “el vulgarmente llamado estadista o político es un sujeto cuyas decisiones están condicionadas por intereses personales”.
Una nueva clase social se configuraba bajo la égida del liberalismo. Se creyó que con su llegada podía instaurarse la transparencia tan anhelada y represar las corruptelas inherentes de la “nobleza”. Pero no fue así. La burguesía iluminada usó la política para su enriquecimiento.
La gangrena de los totalitarismos –fascismo y comunismo– se apoderó del mundo. En el siglo XX el totalitarismo no hizo más que reforzar y reproducir la corrupción de las maneras más viles, al punto que la incorporó a su sistema como parte axial de su funcionamiento. Hitler y Stalin: los más conspicuos saqueadores de la historia. Pero los Estados demócratas no se libraron de sus prácticas y teorías. Winston Churchill proclamó que: “un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia”.
Autócratas y gobernantes totalitarios crean culpabilidad en sus víctimas, y esa es la más perversa forma de corrupción. Aborregan, confinan, torturan, matan a sus pueblos, para liberarse del miedo que les invade. El miedo lleva al engaño, por eso, deliran ofreciendo paraísos que no son sino falaces juegos de espejos: el caso de Nicolás Maduro es el más patético e inmediato.
No debemos olvidar que el mejor cómplice de la corrupción es nuestra propia indiferencia y que el silencio, frente a sus prácticas, es la otra cara de la cobardía.