La corrupción en Ecuador sorprende a todos, indigna a muchos y “conviene” a unos pocos, ya que en el marco del proceso electoral en ciernes, hay sectores que pretenden obtener –en desmedro del gobierno- un rédito político en las urnas apelando a discursos anclados en esta cuestión.
Lo paradójico es que muchos de los que hoy hablan impunemente de corrupción fueron precisamente protagonistas de los corruptos –e inestables- gobiernos que siguieron a la presidencia neoliberal de Sixto Durán-Ballén, y que sumieron al país en una profunda crisis económica, social y política que recién pudo empezar a revertirse a partir de 2004.
Sabemos que la transparencia no sólo es un imperativo ético abstracto, sino que es fundamentalmente la base indispensable para la profundización de la democracia.
Si no hay transparencia, no hay posibilidad de que los dineros públicos vuelvan a los ciudadanos.
El dinero que se desvía de los fondos públicos a algunos bolsillos privados nunca más llegará a su destino original, jamás se materializará en más salud, más educación o más empleo.
Y sabemos también, como lo demuestra la dolorosa experiencia de Ecuador entre 1992 y 2004, que en el pantano de la corrupción, de la entrega de los intereses nacionales y de la dignidad soberana, no hay posibilidad de construir una nación justa y libre.
La Revolución Ciudadana reivindicó en todos estos años un ejercicio del poder en favor de las mayorías, y produjo un cambio profundo en las percepciones sobre lo público.
Este Gobierno fomentó el respeto a lo que es “de todos” subiendo la vara de exigencia en lo que respecta a la calidad de los servicios, con el impulso y la presencia del Estado.
De hecho, como muestra de ello, propuso realizar una consulta popular para que los funcionarios no puedan tener su dinero en paraísos fiscales.
Ante la revelación de algunos hechos de corrupción en empresas del Estado, debe rescatarse la enfática condena por parte del gobierno, que expresa la firme voluntad de ser intolerantes con la corrupción.
Ecuador ha recuperado un rol activo para el Estado, un Estado al servicio de la sociedad, democrático, representativo y altamente participativo.
Y, sin lugar a dudas, ello se erige como el principal valladar contra la impunidad.
El daño que cualquier hecho de corrupción haya generado en el país, tiene que ser subsanado a través de la Justicia y los implicados tienen que ser juzgados.
Pero el gran reparador a largo plazo será sin dudas el profundo cambio cultural cuya marcha es ya incontenible, y que ha generado cada vez mayores niveles de conciencia ciudadana sobre la responsabilidad que implica gestionar los recursos públicos y la importancia como ciudadanos de exigir transparencia y rendición de cuentas.