Difícil situación la que debe enfrentar el Régimen a propósito del paquete de enmiendas constitucionales. No es sencillo venderle a la ciudadanía un discurso sobre el supuesto respeto a la institucionalidad del Estado cuando la gente, que no tiene ni un pelo de tonta, ve precisamente lo contrario. Para el común de los ecuatorianos, la Asamblea Nacional y la Corte Constitucional simplemente se han doblegado ante las imposiciones emanadas desde Carondelet. Ambas instituciones no son más que dos engranajes dentro de la compleja maquinaria política montada por el Poder Ejecutivo.
Tampoco resulta convincente el argumento sobre la supuesta inocuidad estructural de las enmiendas. La alternabilidad electoral, particularmente la de la Presidencia de la República, ha sido una institución construida y asentada a partir de experiencias políticas dolorosas, traumáticas y hasta cruentas vividas a lo largo de nuestra historia. No se trata de una veleidad ni de una novelería jurídica, como tantas otras que sí han adornado nuestras constituciones.
Los fundamentos en contra de la reelección indefinida de autoridades se explican desde su propia simpleza. La perpetuación en el poder político siempre ha reproducido los mismos vicios: corrupción, nepotismo, abuso, impunidad, arbitrariedad… No existen razones para suponer que “por primera vez en la historia” (como tanto gustan enfatizar desde la publicidad y los pronunciamientos oficiales) las cosas serán distintas. Es más, en estos ocho años ya hemos palpado y padecido algunos esbozos y anticipos de lo que sería una prolongación indefinida del correísmo.
Jugarse la opción de las enmiendas vía Asamblea Nacional, contraponiéndose a una mayoría abrumadora de ecuatorianos, evidencia una profunda desesperación. Significa, en buen romance, que las encuestas pronostican una derrota del oficialismo en una eventual consulta popular, con lo cual el Gobierno se expone a quedarse sin pan ni pedazo: ni reelección ni continuidad.
¿Cómo estará el ánimo del pueblo frente a Alianza País que el Régimen opta por una salida francamente temeraria, aunque en apariencia menos riesgosa que la disputa en las urnas? ¿Cuánto recelarán las autoridades de la inconformidad ciudadana con el tema de las enmiendas que ni siquiera se inclinaron por una consulta convocada desde el Ejecutivo, con todas las ventajas que ello implicaba? La decisión de la Corte Constitucional aparece entonces como el mal menor en medio de la tempestad que se avecina.
Porque, innegablemente, el atajo legislativo constituye la apuesta más desacertada de cara a las elecciones de 2017. Los electores percibirán mucha viveza, oportunismo y doble moral en la negación sistemática de dos consultas populares consecutivas: la del Yasuní y la de la democracia.