Traición es una palabra que está en la punta de la lengua de los políticos resentidos y los galanes de telenovela. No bien un militante se aparta de la línea marcada por el caudillo, o la heroína cambia de pareja, el estigma salta a la luz pública sin importar cuán despótico o irresponsable sea el galán, o el líder en cuestión. Pasa a cada rato y en la escena política la balanza suele inclinarse hacia quien acumule más poder.
Hoy, ante el afán de fiscalizar y corregir el manejo delictivo de la economía, la gran mayoría respalda al presidente cuando afirma que no se aplica en Carondelet la lealtad de la mafia. Pero los otros, incluidos algunos intelectuales, siguen acusándole de traidor y defendiendo a rajatabla el endeudamiento ilegal y los negociados del anterior gobierno.
Hace algunos años, cuando ya era evidente el engaño populista, mirando a aquellos escritores, periodistas, sociólogos, artistas y profesionales de izquierda que habían plegado alegremente al festín petrolero y no tenían ninguna gana de abandonar la mesa, alguien habló de ‘la traición de los intelectuales’. La designación les quedaba un poco grande porque el concepto de intelectual como crítico del poder se desarrolló en Francia a partir de los escritores que salieron en defensa del capitán Dreyfus, injustamente acusado de traición. Desde entonces los intelectuales, en su mayoría de izquierda, se identificaron con la causa de los explotados y los perseguidos, como sucedió acá con los escritores y pintores indigenistas de la generación del 30, aunque varios de ellos terminaron enchufados en el servicio diplomático.
Los casos emblemáticos para mi generación fueron la dictadura de Pinochet y el gobierno de Febres Cordero. Por fortuna, los bandos estaban bien definidos y a nadie que yo conociera, ni siquiera en la derecha decente, se le ocurría defender a los violadores de los derechos humanos.
Pero la ética se enredó cuando un economista poco conocido, de raigambre curuchupa pero con discurso revolucionario, asumió el poder y tuvo toneladas de billetes para repartir y dilapidar al tiempo que perseguía y encarcelaba a los que denunciaban la corrupción y exigían respeto. Bajo sus órdenes y las de Glas se feriaron los sectores estratégicos y se hipotecó el país a los chinos mientras los intelectuales revolucionarios aplaudían o maquillaban las cifras.
Eso constituyó un inmenso engaño… ¿o se puede hablar de una traición al Ecuador? De yapa, un extranjero me preguntaba cómo puede el país seguir apoyando a la dictadura militar venezolana que tortura y masacra a su pueblo con apoyo cubano. Otra herencia correísta, respondí, que debería ser incluida en la próxima consulta popular: ¿Está usted de acuerdo en que la canciller vaya a santificar el fraude de la tiranía en Caracas y regrese sin despeinarse a hablarnos de soberanía?
pcuvi@elcomercio.org