Muchos libros de historia política han tenido como eje central la descripción de la personalidad de sus líderes; porque a través de sus características se interpretaron las acciones en el poder cuando lograron asumirlo, y la tendencia siempre fue la de prolongar el tiempo de ejercicio. Al efecto, reformaron los mandatos constitucionales que determinaban un tiempo fijo, con el fin de que su mandato cumpla plazos largos o, mejor aún, que sea vitalicio.
El psicoanálisis ha demostrado que la búsqueda del poder ocupa un lugar preferencial en los seres humanos, y cuando se trata del poder político máximo de dominación de un pueblo, y logra un ciudadano alcanzarlo, sea con el voto popular expresado en las urnas, o de manera violenta, la decisión es ejercerlo el mayor número de años. Y se perpetúa al trasladarlo a sus hermanos, hijos o parientes cercanos.
Llegado a esos extremos, el pueblo que originalmente lo eligió, o que lo respaldó masivamente para resolver una crisis política, declinó su posición electiva, porque al situar en la cúspide a su líder, ocupa un segundo plano; y su entusiasmo fuertemente emocional, se queda en la esperanza de que las ofertas que le hizo, serían cumplidas, aunque demoren por obstáculos que perduran del pasado y el nuevo orden instaurado las irá liquidando poco a poco.
Enrique Salgado, en su libro ‘Erótica del poder’, afirma que es evidente el desarrollo de enfermedades, tanto al disfrutarlo como al perderlo, y se apoya en el profesor francés, André Jouve que hace 41 años, en la Academia de Medicina de Marsella, dijo que “la hiperactividad, agresividad contenida, rigidez mental e intelectual, inquietud ante el futuro, son rasgos que abundan entre enfermos coronarios”. Menciona a líderes como el soviético Leonid Brézhnev, que padecía de trastornos cardiovasculares; de Richard Nixon, que tuvo flebitis a los 62 años y parecía un anciano; de Lyndon Johnson que padeció trombosis coronaria cuando comprobó que perdía popularidad.
El neurólogo David Owen, en su libro ‘En el poder y en la enfermedad’, analiza la influencia de las enfermedades para los trastornos mentales depresivos de los líderes. Sobre Hitler, el asesinato de millones se debió, según la CIA, a la “histeria, paranoia, esquizofrenia y las tendencias edípicas”, y le clasificaron como un psicópata neurótico, que al llegar a la crisis de la derrota bélica, y ocupar un búnker en Berlín en abril-mayo de 1945, perdió el contacto con la realidad, encontrándose disminuido físicamente al agudizarse su párkinson y por el consumo creciente de cocaína. La enfermedad de Stalin era la paranoia. Cuando sus médicos le diagnosticaron arterioesclerosis, los despidió.
Owen y Jonathan Davidson, de la Universidad de Duke, concluyeron que esos líderes tenían el síndrome de Hybris: euforia, irritabilidad, poco sueño, exceso de autoconfianza y negación de la realidad. Otros sugieren someterse a pruebas de salud mental periódicas.