Nadie, nunca, debería repudiar la enfermedad de otros. Cualquiera que esta fuere solo es señal incontrastable de nuestra fugacidad humana.
Tierra y sueño: eso somos los humanos. Provocan lástima los diosecillos ambulatorios que se creen inmortales. Creemos que vamos a vivir toda la vida, pero estamos equivocados. “La enfermedad es el lado nocturno de la vida —sentencia Susan Sontag—, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque prefiramos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse como ciudadano de aquel otro lugar”. En el siglo XIX se poetizó la tuberculosis. Y se lo hizo hasta después del morir.
Los seres humanos cuya partida era causada por este mal se tornaban bellamente leves, etéreos, suerte de ángeles esperando su ascenso a los cielos. Estetización de una afección que culmina en la muerte. Tuberculosis: humedad, licuefacción, abrasamiento interior, el enfermo se incendia, espiritualizándose. No corre en estampida, pero va a pasos ligeros mirando atrás, a fin de verificar si puede ganarle a la muerte en la que no medita mucho como los enfermos de otras calamidades, como ahora lo hacen quienes padecen cáncer.
¿Hay algún ser humano que se libre de la muerte? Los papas, los reyes, los grandes, los poderosos, los simples, ¿de qué están hechos? Los ateos, los creyentes, los indiferentes, los torpes, ¿qué oyen? Cuando lo abatido ya no se levanta, ¿cómo caminan? ¿Quién anima el nombre que ha quedado abandonado para siempre? Byung-Chul Han, el filósofo que está convocando millares de estudiosos, habla con inusitada fuerza de la sociedad del cansancio: la del siglo XXI. Cada época posee sus enfermedades emblemáticas.
Hubo una era bacterial que fue abatida por los antibióticos. En el tiempo que vivimos arrasan las secuencias neuronales: depresión, trastorno límite de la personalidad, síndrome de desgaste ocupacional…
¿Qué sentimientos habitan en los enfermos? ¿Pavor, ansiedad, rabia, tristeza, estoicismo, resentimiento…? El siglo XIX mitificó la tuberculosis; antes fue la lepra (o todo aquello que laceraba la piel o la corroía desfigurándola). Los sanatorios aislaban a los enfermos en centros inaccesibles. Terror e ignominia. Repulsa a la fealdad. La belleza cautiva (son innumerables los libros que se dedican a ella; la fealdad, en cambio, ha sido motivo de alusiones parentéticas y marginales).
Hace poco, por nuestros lares, se grabó la imagen de un político apoyado en un bastón, ingresando a depositar su desafiliación en el partido cuyo líder ofendió su enfermedad. Parecía impensable que esto ocurriera, pero este irrebatible postulado de mínima ética cayó hecho trizas por la iracundia del cabecilla imperecedero, como el ánimo del antiguo político aquejado por una enfermedad cuyo nombre sigue conmoviendo de espanto a los gentíos: el ‘Príncipe cáncer’ como dijera Jaime Sabines.o estigma