Uno de los rasgos de nuestra sociedad es la polarización política. La ilusión de la existencia de dos bandos contrapuestos. El uno niega al otro. No pueden caminar juntos sin expresar una traición. Solo ellos están en el escenario; todo lo demás es adjetivo y debe ser negado. La polarización tiene raíces en la realidad pero se construye con el aporte y los odios de redes sociales y medios.
La tendencia del bueno y el malo nos carcome y nos etiqueta. Nos trata como masa bruta fiel a una posición, un paquete de ideas, un caudillo. Montones de personas encerradas en dos compartimentos sellados. Rebaños de ciegos, sordos y mudos. Esta invitación a la enajenación viene de la mano de fanatismos, mentes estrechas, dogmáticas, excluyentes.
La polarización se da en múltiples campos. Dos ejemplos: las medidas del gobierno y las posiciones indígenas. Quienes critican a Lasso son tachados de correístas, socialcristianos, estatistas, corruptos, narco, comunistas, misóginos, populistas. Quienes cuestionan a correístas son rotulados como gobiernistas, lassistas, derechosos, anticomunistas, neoliberales… No hay medias tintas.
Con los indígenas, sucede parecido. Cuestionar sus actos y discursos convierte a quien lo dice en racista, colonialista, gobiernista, depredador del ambiente, negador de los ancestros y sus expresiones culturales, antiderechos… No importan los hechos ni los argumentos.
Es hora de objetar el encajonamiento forzado y la estigmatización. Y exigir espacio para la libertad y el ejercicio de la crítica. Para apreciar la gama de colores de la vida y la política. No merecemos ser eco de encantadores de partidos reciclados o nuevos. No podemos ser raptados por la voz de un movimiento, un gritón o un ambicioso. Nos negamos a ser masa inconsciente.
El rescate de la libertad y la crítica no implica por supuesto neutralidad ni indiferencia. Supone convicciones y compromisos con los demás y el país desde perspectivas más profundas y responsables. Sin engaño, cerrazón ni presión.