Varios sectores y personas asumieron sin discutir, por convencimiento o interés político, la afirmación de que en el Ecuador el tratamiento a los derechos humanos, de los individuos y colectivos había sufrido una revolución sin precedentes en la Constitución del 2008, que por su contenido debía ser considerado un ejemplo mundial; esto se repitió en todos los trabajos iniciales de divulgación y análisis del nuevo texto legal, cuyos autores mantenían que en ese año se superó la visión decimonónica y liberal de los derechos en el país.
Algunos de esos trabajos, elaborados con poco rigor académico, desconocían por ignorancia o mala fe, los avances que se habían producido -en lo normativo- hasta ese entonces en el país; rápidamente dicha literatura jurídica se convirtió en discurso oficial, en referente doctrinario, en material de enseñanza y difusión, pero lo más grave es que esos análisis fueron puestos al servicio prácticas políticas, reformas legales e instituciones que restringen derechos de forma arbitraria.
No se puede negar que la Constitución contiene avances en el catálogo de derechos y sus garantías; sin embargo, quienes trabajamos desde hace muchos años en la defensa de derechos humanos, y no hemos mirado a otro lado dependiendo de si la violación provenía de la derecha o de la izquierda, sabíamos y sosteníamos, antes del 2008, algunos principios que se presentan hoy como “nuevos”: la indivisibilidad e interdependencia de todos los derechos; que algunos pueden ser restringidos siempre que esto tenga un fin legítimo y sea necesario, proporcional y razonable; que lo esencial es su respeto y garantía; la importancia del pluralismo y la diversidad; que no están exentos de responsabilidad, por violación a los derechos, el Estado y los particulares; que la prioridad en la garantía de derechos es de los más vulnerables, de los más débiles, etc.
Ya sabemos que ciertas afirmaciones de tanto repetirse empiezan a ser tratadas como irrefutables, no sujetas a cuestionamiento alguno, se reproducen como si fuesen dogmas y esto es a lo que se enfrenta cualquiera que cuestione a los funcionarios-defensores del nuevo status quo que afirman que sus “nuevos paradigmas de derechos” no son entendidos por los “otros”, esos otros que defienden el “viejo paradigma liberal”. Al decir esto se sienten relevados de la obligación de argumentar, justificar, explicar sus afirmaciones. La falacia ad hominem es la reina del mundo argumentativo seudorrevolucionario.
Si la soberbia intelectual se limitaría a un sector del mundo académico nos preocuparíamos por el empobrecimiento del discurso, pero no, esto tiene un impacto real en los derechos de personas concretas, en la democracia, en el desarrollo de políticas públicas, en decisiones judiciales, pero seguro esto será considerado irrelevante para quienes dicen representar un nuevo pensamiento jurídico.