En 1944, Camus presentó en el teatro Des Mathurins una pieza de argumento simplísimo que titula “El malentendido”: un hijo que regresa a su hogar veinte años después de haberlo abandonado; un incomprensible silencio sobre su identidad; una madre y una hermana que manejan una casa de huéspedes en un lugar indeterminado y no reconocen al hijo y hermano.
Al contrario, deciden asesinarlo, como ya antes han asesinado a muchos huéspedes, para robarle su dinero: deciden que ese será el último y que con lo que ya han acumulado podrán irse al sur, a los lugares donde brilla el sol y canta el mar. Hay, además, varios momentos en que los personajes parecerían estar al borde del descubrimiento de la identidad oculta, pero el descubrimiento no llega a realizarse por algún suceso baladí. Esa simplicidad del argumento, sin embargo, es engañosa: esconde una concepción de la fatalidad que evoca la tragedia griega, cuyo final era ya conocido por los espectadores desde el principio y aún antes de asistir a la representación: asistir, por lo tanto, no era un acto motivado por la curiosidad, sino por la necesidad de renovar el misterio del destino: una purificación del alma mediante la aterradora conciencia de que ese final ya conocido y terrible habrá de cumplirse ineluctablemente.
Los espectadores desprovistos de agudeza suelen decepcionarse de esta obra: he oído a un lector desprevenido decir que cualquiera puede escribir algo así o mejor, sin necesidad de recibir el Premio Nobel. Inteligencias como esa (me digo a mí mismo) son las que se nutren de frivolidades: cuando llegan a desempeñar altas funciones, sálvese quién pueda. Pero aunque esas personas no lo entiendan, la vida real está llena de situaciones parecidas, y para demostrarlo no necesito ir muy lejos: en estos últimos meses hemos asistido al diálogo que el Presidente ha mantenido con diversos grupos. Todos, al salir, se han mostrado satisfechos, todos han expresado que esperan mucho de los acuerdos. Sin embargo, cuando el Presidente envía a la Asamblea un proyecto de ley con las medidas que, según todos suponen, deben dar forma a sus acuerdos, sufren un desengaño: no, no era eso lo que se había acordado…
¿Quién no entendió a quién? ¿El Presidente no entendió lo que le pedían los numerosos grupos con los cuales mantuvo el más cordial de los diálogos, o los dirigentes de esos grupos no entendieron al Presidente? Evidentemente, ahí hay un malentendido; quizá una inteligencia muy aguda hubiera pensado que el final ya estaba escrito en la misma afiliación del Presidente, y los diálogos no fueron sino esos momentos en que todos parecían al borde de la verdad, cuando la verdad se les escapa…
Cabe preguntar si estamos ante una comedia de equivocaciones o ante una auténtica tragedia. La tragedia de una sociedad que reniega del autoritarismo pero no es capaz aún de vivir en democracia, que consiste en olvidar las soluciones perfectas y admitir lo relativo, el único bien posible.