Como un lema que refundaba la patria se agitó la Constitución garantista. Casi diez años después sus efectos han sido nefastos.
En 2006, y luego de una etapa de inestabilidad política, el modelo parecía colapsado. Se acuñó, entonces, un sello que fue su marca de agua, mala palabra: la partidocracia. Ella era la depositaria de todos los males del pasado. Para superarlo, nos dijeron, hacía falta una revolución. Y así enarbolaron la campaña política de 2006, destruyeron, con un Tribunal Electoral funcional a los afanes del poder, el Estado de Derecho. Así, ni más ni menos, y lo peor de todo es que buena parte de la opinión pública, la sociedad organizada y la clase política avaló la operación perversa con su silencio, mirando a otro lado. Una vergüenza cuyas consecuencias aun pagamos.
Entonces llegó la hora de la Asamblea Constituyente. Se proclamaba la constitución garantista, pero se tejía un texto extenso, confuso, contradictorio, que consagró un modelo de concentración de poder que otorgó una patente de corso para operar sin espacio para la disidencia, de modo excluyente y articulando la trama legal de una Ley de Comunicación que supuestamente promovía derechos para conculcarlos y someterlos al poder omnímodo.
La desfachatez no quedó ahí, por si el método del ‘sorteo por bolillas’ de los magistrados de una Corte de Justicia no hubiese sido suficiente para conseguir un poder judicial sumiso, se metió las manos en la justicia y se hizo alarde de ello, lastimosamente con el aval del voto popular ingenuo o hipnotizado por la propaganda invasiva.
Lo de la justicia y su funcionalidad al poder se puso en evidencia cuando ponía interés en algún caso o señalaba directrices del deber ser cada sábado.
La Constitución, que debía durar al menos 300 años, se empezó a perforar al acomodo de la coyuntura. Los textos que se escribieron – tal vez se modificaron sin consentimiento de los propios constituyentes -, se proclamaron con algún carajazo admonitorio en la madrugada en que se aprobó el texto constitucional de la revolución.
Y todo pasó por el disfraz demagógico del voto ciudadano. La gente labraba su propia tumba. El modelo dejaba en manos del poder concentrado todo el control.
El Ejecutivo y sus costosos tentáculos, con una burocracia que creció al calor que procuraban los altos precios del petróleo.
El truculento método de asignación de escaños entregaba a una primera minoría suficiente, un número aplastante de curules parlamentarias y las voces críticas de un puñado de opositores contemplados como minúscula minoría testimonial, consagró un legislativo timorato, obsecuente e incapaz de fiscalizar, como es su deber.
El Consejo de Participación Ciudadana con amigos cercanos, nunca sirvió a la gente y hoy se planeta un remedio tan peligroso como la enfermedad. El Consejo Electoral no tenía vocales opositores.
Por lo señalado la invocación al espíritu de Montecristi no es garantía de nada. ¡Ojo!