El socialismo del siglo XXI, ese movimiento político autoritario, indefinido y difuso, doctrinariamente amorfo y con la pretensión demagógica de conciliar pensamientos antitéticos, que se impuso con malhadada eficacia en varios países latinoamericanos, ha utilizado los mecanismos que proporciona la democracia (elecciones y consultas populares, por ejemplo) para degradarla y, en última instancia, controlarla y destruirla. En un proceso minuciosamente planificado, mediante pequeños golpes de estado sucesivos, camuflados con una falsa legalidad y defendidos con una publicidad alienante y maniquea destinada a ciudadanos desinformados o indiferentes, ha logrado la demolición de las instituciones y la conculcación de derechos y libertades. Aprovechando su debilidad y distorsionando sus principios, ha demostrado la trágica paradoja de la democracia.
Si bien este proceso de demolición de nuestra endeble democracia comenzó en el Ecuador mucho tiempo antes del correísmo y se agudizó desde los primeros días de su gobierno (negativa a respetar las normas del orden jurídico vigente, violento asalto al Tribunal Supremo Electoral, destitución inconstitucional de la mayoría de diputados del Congreso Nacional, toma por la fuerza del Tribunal Constitucional, convocatoria arbitraria a una consulta popular e imposición amañada de una Constitución), las elecciones presidenciales del año 2006, por el programa difundido en la campaña, por las inocultables vinculaciones internacionales y el infalible talante antidemocrático y prepotente del candidato de la mal denominada ‘revolución ciudadana’, constituyeron el escenario idóneo para vislumbrar, sin necesidad de hacer gala de excesiva lucidez, el camino que recorrería en el caso de llegar al poder.
Nunca creí en el proyecto autoritario de la ‘revolución ciudadana’ y, con el correr del tiempo, mis advertencias se cumplieron. Los resultados están a la vista: violación y manipulación de la Constitución y las leyes, desinstitucionalización, eliminación de la separación de funciones, concentración del poder en beneficio del gobernante, falta de claridad en el manejo de los asuntos públicos, ausencia de fiscalización, gasto irresponsable y deuda pública asfixiante, corrupción desenfadada e impune, aumento de las facultades del estado en perjuicio de las garantías y derechos de la sociedad civil y de los ciudadanos, legislación controladora y represiva, instrumentalización de la administración de justicia, irrespeto a la crítica y la disidencia, limitación de las libertades individuales… No he pretendido convencer a nadie. Eso sí, he llamado al diálogo y al debate. A la reflexión y la toma de conciencia. A la participación de todos: es una obligación cívica que no debemos eludir. Sin cobardías ni temores, debemos votar por la recuperación auténtica del país: por la honestidad, la dignidad, la justicia y la libertad.