El barrio

Volver al barrio es una ausencia/ enfrentarse a dos espejos/ uno que se ve de cerca/ otro de lejos/ en la torpe memoria duplicada’. A las tres de la tarde don Cristóbal subía por media plaza, rumbo a San Diego, solemne y lechuguino, sombrero de fieltro, traje de corte inglés, leontina de oro, zapatos de charol. Junto a él Jonás, su asistente, llevaba el abrigo. No terminaba la tarde, cuando bajaban trastabillando. Decían que Jonás era amigo de infancia de don Cristóbal, pero ‘caído en desgracia’.

La Plaza Victoria era el eje del barrio. Punto cardinal que ensambla el cementerio de San Diego con el resto del Centro Histórico. Había casas con escudos nobiliarios y las otras, tiendas, sastrerías, carpinterías, hojalaterías, cantinas, picanterías, la ebanistería del maestro Ibarra, el hospicio San Lázaro, la avenida 24 de Mayo.

Sábados y domingos la 24 estallaba en colores y extendía insólitos espectáculos: vendedores de pócimas, merolicos, encantadores de serpientes, loros adivinadores, tragafuegos, contorsionistas… Juegos en los cuales la mano era más rápida que el ojo.

La Duquesa nos cautivaba. Perplejos, veíamos una cabeza de mujer pintarrajeada, vendada los ojos, asomando en una caja desvencijada. El embaucador se acercaba al ingenuo y le inquiría por sus penas, preguntaba a la Duquesa y ella daba los presagios con voz chillona. Un día la seguimos. Iba en su caja sobre la espalda de un cargador, detrás del palabrero. En Santo Domingo el cargador dio un traspié, cayó y con él la caja de la enigmática mujer, que no había sido sino una enana encorvada. Ese día terminó nuestra infancia.

Una lluvia lerda e inútil cae sobre la Plaza Victoria. En la esquina sigue la casa levantada por las manos de nuestros abuelos talladores. Pienso en el mausoleo que lleva su nombre. Ninguno de nosotros volverá a verlo. ‘La infancia/ la que fue/ sigue perdida/ no eran así los patios/ son reflejos/ esos niños que juegan ya son viejos/ y van con cautela por la vida’.

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