Cuando el mundo se enfrentó a la pandemia en el 2020, los gobiernos de casi todas las naciones tuvieron que adoptar medidas para salvar la vida de sus poblaciones y mermar las consecuencias en todos los sectores del que hacer humano, especialmente en lo económico y social.
Recordemos que a inicios del 2020, las estructuras de salud del mundo colapsaron por el número de personas contagiadas y que fallecieron por el covid-19. Todos asistimos y vivimos el cierre de ciudades, países y continentes. El enclaustramiento de poblaciones enteras, con el consiguiente impacto, tanto local como internacional, afectó a las cadenas de producción y el sistema internacional de comercio sufrió alteraciones que duran hasta estos días y que, en muchos casos, perdurarán por muchos años.
Según la Organización Internacional del Trabajo, se perdieron 400 millones de empleos a tiempo completo y no se diga los incontables millones en los sectores informales que vieron desaparecer a los consumidores. El 93% de los trabajadores del mundo fueron afectados con el cierre de lugares de trabajo, con un efecto regresivo sobre la igualdad de género. De hecho, los trabajos de las mujeres han sido 1,8 veces más vulnerables a esta crisis que los de los hombres.
El PIB en América Latina se contrajo -7%, incrementando la pobreza al 33.7% de la población! Según CEPAL la pobreza ascendió a 209 millones de personas y 78 millones se encontraron en la pobreza extrema. La mayor concentración de la pobreza fue entre niños, mujeres, indígenas y afrodescendientes.
Es verdad que se hicieron grandes esfuerzos de protección social universal, sin los cuales la situación de la pobreza y el hambre hubiesen sido peores. La mayoría de esa asistencia a los más vulnerables se hizo con base en préstamos internacionales y gracias a que los multilaterales tomaron medidas para que la economía mundial y sus consecuencias de inestabilidad política y social no se desbordaran en un ciclo de violencia, lo que demostró que cuando hay voluntad política, es posible aplicar políticas más inclusivas.
En lo político, vemos que las consecuencias de estas acciones han llevado a cambios en muchos países hacia una gobernanza más centralizada y estatista, como si el gobierno pudiese solucionar los pedidos, muchas veces justos, de las poblaciones. El populismo y absolutismo también han ganado nuevos espacios.
La pandemia y sus consecuencias han provocado la incertidumbre y decepción de millones, cuya válvula de escape es el reclamo a sus gobernantes y la inclinación a las expresiones de violencia en la calles y plazas del mundo entero.
Lo sorprendente es la dispersión política y social, el desencuentro en la búsqueda de acuerdos nacionales e internacionales, para encontrar soluciones a estos tremendos problemas, y la exasperante tendencia a culpar siempre a los otros y no aportar a las soluciones.
Es momento de un nuevo liderazgo disruptivo que rompa las cadenas que nos atan al pasado y nos inmovilizan como seres humanos y pueblos.