‘Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos” dijo, un día, el dictador Porfirio Díaz hace más de un siglo en un momento de desengaño y realismo político. La frase –cargada de ironía- pasó a ser lugar común al evaluar las experiencias que han marcado los vínculos entre América Latina y la potencia del Norte. Y si bien los tiempos de James Monroe y de Theodore Roosevelt no son los de ahora, la historia de las relaciones entre las dos regiones no ha dejado de estar sembrada de mutuas prevenciones y recelos, fascinaciones y desencantos.
Cercanas en la geografía, pero distantes en la visión del mundo, en el estilo de vivir y morir, las dos Américas están separadas por tradiciones históricas de signo diferente: anglosajona la una, ibérica la otra. La primera practicó la exclusión del aborigen, la segunda la convivencia, el mestizaje. No obstante, las dos Américas comparten una misma matriz cultural y una misma herencia mítica, aquellas que dieron origen a la civilización de Occidente.
Norteamérica y América Latina, tan distantes en muchas cosas, son ramas de un mismo tronco, dos formas de una misma civilización global. Y este es su principal punto de encuentro, un elemento a valorar a la hora de compartir convivencias. Cristianismo, libertad, democracia, pensamiento crítico, división de los poderes son principios y valores que, por igual, sustentan su moral, ética y sistema jurídico.
La distancia y la suspicacia mutua marcan los encuentros y desencuentros que en dos siglos han existido entre las dos Américas. En palabras de Octavio Paz, “la conversación entre norteamericanos y latinoamericanos se convierte en un arriesgado caminar entre equívocos y espejismos. La verdad es que no son diálogos, sino monólogos”.
Desde inicios del siglo XIX, EEUU acaparó para sí el nombre y la representación de este Continente. “América”, para la Europa pos napoleónica, no era otra que la patria de Jorge Washington, el país del que había hablado Alexis de Tocqueville. Los líderes norteamericanos determinaron que los vastos territorios que se extendían al sur del río Bravo hasta la Patagonia debían considerarse como un potencial ámbito para su crecimiento e influencia futura. Libres del coloniaje español, los países hispanoamericanos pasaron a ser objeto de la “lujuria de poder” (Robert Kagan) del imperio norteamericano. Hasta la década de 1970 las relaciones entre las dos Américas estuvieron determinadas por la “presunción hegemónica” de EEUU.
La época de Porfirio Díaz ya no es la de ahora. Latinoamérica ya no brilla en el radar político de los EEUU. La influencia norteamericana invade hoy nuestra cultura popular y urbana.
Un proceso de homogeneización y aplanamiento, a base de lugares comunes y una ausencia de sentido crítico, está en marcha entre nuestras jóvenes generaciones.
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