Respiramos aire impuro contaminado de corrupción, estamos inmersos en un ambiente trastrocado de valores en el que, con descaro y desvergüenza, se justifican públicamente hurtos colosales, coimas gigantescas, cobros cuantiosos, a cambio de desvanecer multimillonarias glosas; abundan los jueces expeditos en denigrar la justicia, para acomodar perdón y olvido en favor de delincuentes. Esta plaga tomó fortaleza hace 14 años e influyó en una niñez inocente y en una juventud que asombrada aprendió a aceptar tamaños despropósitos como sucesos normales.
Las desgracias llegan acompañadas y, desde hace dos años, el mundo fue azotado por un virus mortal y altamente mutable, el SARS-CoV-2 y su cuadro clínico COVID-19, que cobró la vida de enorme cantidad de pacientes infectados y que obligó a realizar prolongadas cuarentenas para evitar un contagio masivo. Se suspendieron las clases presenciales en todos los niveles y se optó por la educación virtual. Aparecieron muchos problemas: en un país como el nuestro, con una abundante población sumida en la pobreza, en las ciudades y en el campo, carentes de computadoras o medios electrónicos, la niñez y la juventud estaban impedidas de recibir las clases por vía telemática y si, con dificultad, se asían de un teléfono celular y captaban la señal, podía beneficiarse uno de los estudiantes en perjuicio de los demás.
El déficit educacional se ha extendido a la juventud formada online que padece serios vacíos académicos: ortografía deficiente, pésima redacción, matemáticas básicas defectuosas, resistencia a la lectura; presenta, además, serios cuadros de desadaptación social y familiar, depresión, angustia, incertidumbre, por lo acontecido en la cuarentena y por las pérdidas de amigos y familiares en la pandemia.
Urge la acción estatal en las áreas de salud, educación y bienestar social, para combatir los efectos negativos de una juventud mal orientada por el ejemplo antiético de gobernantes que delinquieron durante su trágico mandato.